¿SERÁ EL AÑO DEL DANÉS LARS VON TRIER?
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Por Luciano Monteagudo desde Cannes Cuando ya casi ha concluido el desfile de películas en competencia por la pantalla del Grand Théatre Lumière, la sala mayor del Festival, en Cannes comienza ahora a hervir la caldera de predicciones y vaticinios alrededor de la Palma de Oro, que se conocerá recién mañana domingo por la noche, después de la deliberación del jurado presidido por Martin Scorsese. El tema es que hay muchos grandes nombres en juego --Ken Loach, Nanni Moretti, Tsai Ming-Liang-- y hasta ahora no parece asomar una de esas obras definitivas, que se alzan indiscutiblemente por encima de todas las demás. Es cierto que todavía falta hoy sábado la proyección de La eternidad y un día, del maestro griego Theo Angelopoulos, y que al cierre de esta edición recién se acababa de realizar la primera función para la prensa de Corazón iluminado, de Héctor Babenco (ver recuadro). Pero desde la inscripción de la salvaje Idioleme, de Lars von Trier, un par de días atrás, no ha surgido ningún otro título que haya provocado al menos las controversias y los ríos de tinta que desató la película del Dogma, al promocionado manifiesto con que los daneses llegaron ese año con intenciones de adueñarse de Cannes. De los últimos títulos exhibidos en concurso, hay por lo menos dos grandes films, pero que han pasado de manera mucho más silenciosa por el Festival, sin posibilidades de despertar escándalos. Flores de Shanghai, del taiwanés Hou Siao Hsien (que ganó el premio especial del jurado en Cannes '93, con El maestro de marionetas), es un film de una estilización y una caligrafía exquisitas, pero por momentos casi impenetrable. Toda la película transcurre a puertas cerradas, en los prostíbulos de Shanghai, a fin del siglo XIX, y lo que viene a plantear Hou es de qué manera las cortesanas dominaban ese mundo asfixiante, clausurado en sí mismo y por lo tanto con reglas completamente ajenas a las de la sociedad exterior. Esa dificultad que impone el film de Hou Siao Hsien, esa falta de concesiones de cualquier tipo es también la marca de ¡Khoustaliov, mi auto!, la primera película que dirige en más de tres lustros el veterano director ruso Alexei Guerman. Desde 1982, cuando se conoció su obra maestra Mi amigo Iván Lapchin (estrenada por entonces en Buenos Aires en el viejo cine Cosmos), Guerman se había llamado a silencio, en parte por las dificultades que tuvo en su país para armar una producción y en parte debido al rigor extremo que se impone a sí mismo. Ese rigor vuelve a quedar claro ahora en ¡Khoustaliov, mi auto!, un título inspirado en una frase que usaba en la Unión Soviética el lugarteniente de Stalin, el siniestro Beria. La película de Guerman sigue la parábola de un prominente neurocirujano y general del Ejército Rojo, que a comienzos de los años '50 pasa de ser un privilegiado de la nomenklatura hasta ir a parar a un gulag del que sale a su vez para atender a Stalin, en sus últimos instantes de vida. Pero lo que impresiona del film de Guerman no es tanto su línea argumental sino sobre todo la locura de su puesta en escena, los virtuosos infinitos planos-secuencia con los que convierte la odisea de su protagonista en un carrousel demencial en el que no cuesta demasiado ver el destino trágicamente circular de Rusia. Los franceses, por su parte, presentaron ayer su cuarta y última película en competencia, La escuela de la carne, de Benoit Jacquot, la gélida historia de una pasión cuyo mayor mérito está sin duda en la presencia avasallante de Isabelle Huppert, en un papel que parece escrito a su medida, como si el director al concebir el film hubiera pensado solamente en su rostro duro, sensible y siniestro a la vez, poseedor de un secreto que nunca termina de revelar. Emmanuelle Beart y Keith Carradine, otras estrellas del film, desfilaron ayer ante los fotógrafos antes de la exhibición. Otro film frío como el vidrio y el metal es Claire Dolan, del norteamericano Lodge Kerrigan, que hace de Nueva York una abstracción (una abstracción un poco obvia, debe decirse) y que sostiene la trillada historia de una prostituta que quería vivir con un notable protagónico a cargo de Katrin Carlidge, la enfermera de Contra viento y marea, y una de las protagonistas de Simplemente amigas, de Mike Leigh. Y si de actrices y actores se trata, John Turturro, la figura-fetiche de los Coen Brothers y Spike Lee, que en 1992 se llevó de aquí a Cannes la Cámara de Oro a la mejor ópera prima (por Mac), presentó ahora en competencia Iluminata, su segundo largometraje, una farsa de época sobre una troupe teatral, hecha un poco en el espíritu de cierto cine de Jean Renoir, y con un par de nombres de peso en elenco, como Susan Sarandon, a cargo de una diva caprichosa, y Christopher Walken, como un crítico impiadoso y satánico, cuándo no. De una época y sus artistas habla también Velvet Goldmine, pero en el caso de este patchwork musical de Todd Haynes se trata de mitificar una historia, la del ascenso, apogeo y caída del glitter rock de los años '70. Surgido de las filas del cine independiente del Sundance, Haynes imaginó una ficción que tiene mucho que ver con la vida real de David Bowie durante su período Ziggy Stardust. Alrededor de ese personaje --que nace durante la era mods & rockers y muere en el apogeo de las reaganomics-- giran otros que pueden ser leídos en clave, como extrañas cruzas de Iggy Pop con Lou Reed y Kurt Kobain. Lo mejor de la música del film corresponde a canciones compuestas especialmente por Brian Ferry y Brian Eno, que allá lejos y hace tiempo fueron los Roxy Music, un grupo esencial del glam o glitter o gay rock. Y lo curioso del caso es que muchas de ellas fueron interpretadas, sin doblaje, por Ewan McGregor, el protagonista de Trainspotting, que aquí encarna al líder de una banda de garaje, que trepa hasta el cielo de la fama, para después no dejar nunca de caer. |