CÓMO FUNCIONA LA MAFIA |
Por Martín Granovsky Se puede palpar una suave amargura en los funcionarios italianos, en los políticos italianos, en los diplomáticos de Italia, cuando se les pregunta por la Mafia. ¿No hay otra cosa de qué hablar? ¿No somos el país de Alighieri, Mutti, Gramsci, Sandrelli, Visconti, Calvino, Gassman, Cuccinota y Adamo? Y sin embargo pocos laboratorios son tan útiles para la Argentina como Italia. Por lo que hicieron los italianos, y por lo que deshicieron. Por la Mafia y por sus valientes comisiones Antimafia. El poder de análisis de los italianos es maravilloso. Y qué cerca parecen estar. Parecen, pobres, casi argentinos. Una búsqueda en la documentación antimafiosa de los últimos 20 años puede resultar asombrosamente familiar. Los papeles, muchos de ellos amarillentos, documentan cómo opera la mafia en Sicilia, en Catania, en Calabria y en Nápoles. La Mafia cambia permanentemente de ramo. Tras muchos años de agricultura, pegó el gran salto con el contrabando de cigarrillos. Así consiguió dinero, construyó aparato, compró barcos, pagó funcionarios, aprendió idiomas. Y quedó preparada para el mundo. La Mafia se hace pública. Las obras de infraestructura y el negocio inmobiliario la soldaron al Estado. Necesitaba permisos, excepciones inmobiliarias, concejales, intendentes, jueces, ministros. La Mafia crece en su espacio financiero. En los 70 pasa de la acumulación pasiva de capital a un rol activo: genera el capital y lo incrementa. Destruye a la competencia. Bloque a los empresarios honestos con la deslealtad y la intimidación. Hace que aumente el delito. No comete todos los crímenes, pero pone en duda el monopolio de la fuerza a cargo del Estado. Produce el aumento de la violencia. La droga, al revés del latifundio o el contrabando, es un negocio vertiginoso que necesita decisiones ultrarrápidas. Cuando alguien se interpone en la decisión, el homicidio cada vez más frecuente es la herramienta para dirimir áreas de influencia y eliminar obstáculos. La Mafia estimula el lavado de dinero. Una gran liquidez monetaria otorga una mayor capacidad de disimular el delito. Y la riqueza, a su vez, legitima a los mafiosos. El dinero negro se diversifica. A más variedad, más prestigio y respeto. La Mafia precisa controlar el territorio. El control permite libertad de movimientos en los negocios. A fines de los 70, Italia se conmovió por el caso de Michele Sindona, un banquero exitoso mimado en Wall Street y elogiado como el genio de las finanzas en todos los diarios de color dinero. Sindona fue condenado por mafioso en Italia, y su caso abrió el escándalo mayor de la logia Propaganda Dos, con sus ramificaciones en la política, el Vaticano, la droga y los militares de América latina. El caso fue tan impactante que el Parlamento hasta produjo dos dictámenes, uno de la mayoría de centroderecha y otro de la minoría de izquierda. El de la mayoría parece escrito para la Argentina. Dice: "Sindona pudo crecer en el desorden y la aventura financiera por la insuficiencia de las normas de control de la actividad financiera". El de la minoría también es aún más apropiado. Informa que Sindona representa un punto de encuentro del poder financiero con los poderes ocultos. Y en el momento de la crítica va más allá de las recomendaciones burocráticas: * "Es importante modificar algunas leyes financieras, pero si no cambian los comportamientos ministeriales, los criterios de selección de los administradores públicos, el modo de comportarse del poder político y su forma de relacionarse con la sociedad, las cosas no serán distintas." * "¿Cómo se puede combatir la Mafia cuando, incluso para defenderse, altas autoridades del Estado aceptan los códigos mafiosos?" * "¿Cómo condenar la omertá (el pacto por el que la mafia calla) cuando funcionarios públicos ostentan un silencio mafioso delante de la Justicia?" Hay que agradecer tanta precisión a los italianos. Y por otra parte, deberían canalizar su amargura contra el cine extranjero. Contra esos climas opresivos, de larga duración, sutiles, que aparecen por ejemplo en El Padrino. Al final de la parte III, Al Pacino está sentado en una silla de su jardín siciliano, abrigado con una manta en las piernas, y de pronto se desmorona, cae y muere. La vida queda en el sol luminoso de Palermo y en su perrito, que husmea el cuerpo. La estampa bucólica del fin de un anciano que muere en su rincón, él sí de muerte natural. Pero antes, cuánta violencia. Una imagen casi argentina.
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