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YABRÁN, UNA POLICIAL NEGRA

Juan Saturain y Guillermo Saccomanno, ambos escritores y devotos del género policial, ambos colaboradores de Página/12, imaginan la tragedia pública y personal que llevó a Alfredo Yabrán al suicidio. El jefe de la mafia, acorralado y solo, que muere de un escopetazo en la boca y se vuela la cabeza. Un personaje que muchos hubiesen querido describir.


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Yabrán: un personaje que podría haber sido relatado por los ingleses, o Chandler o Walsh.


"Sacarme una foto es como pegarme un tiro en la cabeza." A Cabezas lo mataron y él se voló la cabeza.



UN YABRÁN VEROSÍMIL

 

Por Juan Sasturain

t.gif (67 bytes)  Lo de Yabrán es demasiado. Todo lo de Yabrán es demasiado por decir inverosímil. Inverosímil no quiere decir falso sino incoherente en su contexto. El contexto de Yabrán es la "vida real". Y en la vida real --esta convención en que vivimos-- no suelen pasar cosas como la muerte de Yabrán: esas cosas son verosímiles en las convenciones de la ficción. Se puede leer o asistir a Romeo y Julieta, disfrutar y lagrimear sin escándalo, pero no es posible leer la historia en el diario sin un gesto de irónico escepticismo. Y ni hablar de la de Jesucristo.

Así, el caso Yabrán parece estar desfasado, corrido de su lugar: es excesivamente inverosímil para ser digerido con naturalidad en la prensa. No es una noticia. Estaría más cómodo en las páginas de una novela o coloreado en los fotogramas de una película. Allí, al no estar sometido a los criterios de verdad --¿pasó o no pasó así?--, el caso Yabrán quedaría expuesto a otros criterios de valoración: ¿Es una buena historia? ¿Qué le falta? ¿Cómo cierra, si cierra? Por ahí van las reflexiones.

Por ejemplo, Yabrán es un buen cadáver para cualquiera de los clásicos autores británicos del Detection Club, cultores de aquella modalidad lúdica del género que tuvo auge sobre todo en el primer tercio del siglo: Christie, Sayers, Berkeley, etcétera. Cualquiera de ellos podría partir entusiasmado de la puesta en escena final que estaría en el comienzo: un hombre muy buscado que espera para suicidarse la presencia de la policía tras la puerta, el disparo que se oye, la entrada de los investigadores, la verificación de que está solo, de que el cuarto es cerrado y hermético, la presencia de las cartas que incluyen mensajes cifrados. Y está todo ahí, tan británico: no faltan ni la residencia aislada, ni el parque que rodea la casa, ni la servidumbre fiel... Claro que toda la novela serviría para demostrar que, contra toda apariencia, no es un suicidio sino un asesinato. Probablemente, de uno de los que habían venido con la partida policial, que ya estaba adentro desde antes. Los móviles, como siempre, serían lo de menos. En este sentido, toda la trama política y económica en la que está encastrado el hecho entorpecería la historia y el ingenioso escritor del Detection Club la diluiría hasta reducirla a nada.

El de Yabrán es un personaje interesante también para la escuela norteamericana de los duros, esa escuela hard boiled que suele ejemplificarse con Hammett, Chandler y compañía. Sin embargo, la historia, como está, no da para Marlowe o Sam Spade en alguna versión nativa irónica reflexión sobre el poder y la podredumbre del sistema. Me parece más rica una versión centrada en el personaje ambiguo, seguramente idealizado (tan yanqui) de Yabrán, el empresario sin escrúpulos que se hace a sí mismo y acumula poder e impunidad y no vacila ante el crimen hasta que lo dejan solo. Contar la parábola. William Burnett (el de High Sierra, el de Asphalt Jungle, el de El Pequeño César) podría contar ambientada en una California de décadas atrás --al estilo Chinatown II, la dirigida por Nicholson-- el ascenso y caída de este personaje. Acá sí habría suicidio ("no me tendrán") y además, en algún lugar, en el último gesto de volver a la tierra de donde partió tendría algo de digno: en las cartas, ese Yabrán irredimible mentiría para salvar a alguien. Ese Burnett o quien fuera lo convertiría en arquetipo de una época, un lugar, un país.

Claro que el caso Yabrán no necesita ser forzado de tal modo para entrar en otros dos géneros contiguos, desarrollos modernos de los anteriores: el thriller político-criminal "basado en hechos reales" y las historias de mafia. De Grisham o Chrichton a Mario Puzzo, a la historia de Yabrán sólo le faltan --por ahora-- sexo y droga. En el thriller, incluso en su versión cinematográfica ambientada en un país del Tercer Mundo, la vuelta de tuerca estaría en la manipulación de las cartas finales, en la insinuación de que el que parecía capo no era sino empleado de ese que está muy arriba. Final cínico no testimonial, con miradas desde el Imperio y la DEA y un cadáver cambiado, listo para aparecer en Yabrán II, la venganza. En la novela contada como historia "de mafia", el problema es que habría que agregarle (con perdón) media docena de muertos. El eje dramático sería la lucha entre familias y el otro capomafia sería --qué duda cabe en este esquema perverso de pensamiento-- el mismísimo Domingo Cavallo. Claro que, en un desenlace típico de esta clase de relatos, la venganza del suicida inducido sería dejar las iniciales del otro capomafia en clave, en la última carta, cuando aparentemente habla de otra cosa. La escena final sería en el cementerio. Y Yabrán no sería el último muerto sino el primero.

Hay una frase maravillosa y sabia como todas las de Oscar Wilde: "Sólo los necios creen que las apariencias engañan". Y estamos hasta acá de necedad. Lo más perspicaz ante la muerte de Yabrán no es preguntarse si se mató o lo mataron, si el cadáver es de él o no. Probablemente las apariencias no engañen: se mató él mismo y lo que acaban de enterrar es su cuerpo. Más rico es desmenuzar el significado de esa aparatosa apariencia, esa puesta en escena que montó para matarse de manera tan literaria. La suma de paradojas que arroja su manera de morir. Un tema maravilloso para Chesterton, para Walsh, para Borges, claro. Pero ahí no me animo ni a imaginar un poquito en su lugar.


UN TIRO EN LA CABEZA

 

Por Guillermo Saccomanno

t.gif (67 bytes) Traéme las escopetas, ordena el hombre. Todas, dice. Las seis. Y el administrador de la estancia le obedece. Un rato después, con las armas, el hombre se encierra en un cuarto. Ahí afuera los patrulleros ya pasaron una tranquera.

Dicen que un instante antes de morir se recuerda toda la vida. Mientras elige la 12.70, al hombre se le viene encima la memoria. A los cincuenta y cuatro años las imágenes que lo encajonan no son pocas. Se ve de pibe, vendiendo helados en el pueblo. Se ve negociando máquinas de calcular. Se ve manejando un camión transportador de caudales. Se ve con su mujer, haciendo una familia. Se ve con los hijos. Quise darles lo que no tuve, piensa. Y los hijos, terminándose de criar entre los muros de una fortaleza como la de Don Corleone. El pibe que vendía helados en el pueblo nunca hubiera imaginado que la vida sería esto. Y ahora el hombre carga la 12.70.

Todo hombre tiene su precio, se dice. Comprobarlo le permitió escalar posiciones. Del mismo modo que, de pibe no podía siquiera soñar que su riqueza iba a salir algún día en la revista Fortune, tampoco se le podía ocurrir que llegaría a preocupar al FBI. Cuando tire del gatillo, el hombre va a pagar un precio. Va a pagar la vergüenza. La relación con el hijo mayor no fue fácil. El muchacho lo criticaba, no quería saber nada de sus asuntos. Con el otro varón pudo tejer cierta complicidad, pero esto no lo tranquilizaba. Con la hija, su mimada, las tensiones fueron demasiadas y ahora ella tiene una depresión. El hombre siempre sostuvo que no era de los que se quebraban. Sin embargo, en la tarde de este miércoles, acá está, con la vergüenza cargando la escopeta.

Magnificente y oculto a un tiempo, el hombre se definía como un empresario exitoso. Un laburante, decía. Pero se consideraba una fiera. La escopeta, la 12.70, es un arma de caza mayor. La elegida para matar a una fiera. Ahí está su mirada, los ojos que saben medir a la presa. Cazador cazado, piensa el hombre. Porque el hombre ahora es su propia presa.

Alguna vez el hombre dijo que sacarle una foto era como pegarle un tiro en la cabeza. Un chiste del destino: el fotógrafo que disparó la cámara para mostrarlo se apellidaba Cabezas. Después, a Cabezas, le tiraron en la cabeza. Un asesinato chapucero en una cava de la costa, cerca de la casa del gobernador. Entonces al hombre lo acusaron de ser el cabeza de todo. Desde el tráfico de drogas hasta el tráfico de armas, desde la compra y venta de policías hasta sus contactos secretos con el gobierno, con todo le tiraron. Mafia, se dijo. El hombre aclaró que era inocente, que era la víctima de un complot. Supo decir también que poder e impunidad eran lo mismo, pero que él no tenía nada que ver. Dueño de un imperio, mandamás absoluto de un ejército privado, siguió negando. Ahora, al levantar la 12.70, al ponérsela en la boca y ensayar un movimiento, en silencio, sigue queriendo negar.

El hombre quiere seleccionar los últimos recuerdos, quedarse con los mejores. Nadie me regaló nada, piensa. Me hice de abajo, piensa. Cuando tire del gatillo, piensa, van a barajarse toda clase de hipótesis. Que mi poder fue tanto que me di el lujo de comprar otra muerte para fingir la mía. Que me voltearon porque sabía demasiado. Que me liquidé porque me había quebrado. De acuerdo, quieren mi cara, mi cabeza. No las van a tener. Ahora los autos ya están en la estancia. Hay pasos y voces que se adentran en el casco.

Pagaría con todo lo que tiene para empezar de nuevo, para arrancar de cero otra vez. Su fortuna, que es inmensa, no alcanza para borrarlo todo.

La noche que tuvo que abandonar su casa, la fortaleza, de apuro, la mujer y los hijos le dijeron que confiaban en él.Entonces el hombre se vino a la estancia.A morir la vergüenza no demasiado lejos del lugar que nació.Abra, le gritan del otro lado de la puerta.El hombre tira del gatillo.Casi treinta y cinco perdigones le desfiguran la cara, le revientan la cabeza.

 



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