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Por María Moreno A principios de siglo existía un debate en la sociedad en el que determinar la responsabilidad de los criminales era crucial a la hora de decidir si su encierro debía ser en el ámbito de la cárcel o del manicomio, en el caso en que se probara su condición de "inimputables". Hoy la coartada de "irresponsabilidad" parece haber desaparecido hasta en el caso de que los criminales sean niños. El estudiante Kipland Kinkel, que el jueves asesinó a sus padres y a dos compañeros de escuela en Oregon, fue procesado sin que siquiera se ocultara su nombre a la prensa. Y muchos quinceañeros hoy ocupan cárceles de máxima seguridad y no neuropsiquiátricos especializados. Cuando otra norteamericana, Susan Smith, asesinó a sus dos hijos, nadie se aventuró a pensar que su acto evidenciaba algún tipo de locura, aunque ella no fuera psicótica. En la Argentina aún no hay niños asesinos estrellas, ni existe una política de juzgarlos como adultos. Pero en muchos otros casos que antaño hubieran merecido un debate, la palabra "inimputabilidad" sonó sólo formalmente. Cuando el joven Fabián Tablado mató a su novia Carolina Aló, cada una de las 113 puñaladas que le propinó pareció demostrar mayor crueldad y pocas dudas sobre su responsabilidad. El múltiple crimen realizado por el dentista Ricardo Barreda despertó la clásica defensa por causas psicológicas, que fueron desestimadas. La psiquiatría forense no parece haber ampliado su concepción de la enfermedad mental. Si una persona diferencia entre el bien y el mal, y realiza un crimen conservando la lucidez y el alcance de su acto, es responsable ante la ley. Pero en los años del centenario de la independencia las preguntas que despertaba un acusado era "¿responsable o irresponsable?", "¿loco o delincuente?", "¿es o se hace?" (muchos eludían la cárcel fingiendo una locura que los mantuviera en el ámbito paternalista del manicomio donde el positivismo ensayaba un gran plan de rehabilitación). Más graciosamente solía expresarlas Roberto Arlt, en su trabajo como cronista de policiales, cuando las formulaba en estos términos: "¿Loco, locoide o delincuente?". Los peritajes de José Ingenieros llegaron a mantener entre las fronteras del manicomio a un joven asesino a quien habían asesorado para que se fingiera loco, pero que de hecho también lo estaba. Según el psicólogo Hugo Vezzetti, autor del libro La locura en la Argentina, "la concepción clásica que corresponde al modelo de la Ilustración indica que la pena debe ser equiparable al delito. Es el positivismo el que empieza a introducir allí elementos de variación que tienden a considerar factores ligados a las características del sujeto que delinque. Y a privilegiar la prevención de un crimen por cometer por sobre el castigo a un crimen cometido. Los conservadores positivistas estaban más de acuerdo con sus propias creencias y no tan apegados a la opinión pública. Y ése podía ser un factor de atenuación de la pena. Pero, a nivel de las representaciones populares, siempre se pensó el castigo como una suerte de revancha, o una devolución a lo que el otro produjo, una suerte de "ojo por ojo, diente por diente". En ese sentido, creo que no ha habido grandes cambios, lo que ha cambiado es que los políticos son más demagogos; en general ante determinado tipo de crímenes actúan de acuerdo a la opinión popular". Ya en l915, cuando el infanticida Cayetano Santos Godino fue declarado irresponsable y recluido en el Hospicio de Las Mercedes, la reacción popular determinó la apelación y su reclusión en el penal de Ushuaia. El argumento del fiscal se sustentó en privilegiar la defensa de la sociedad por sobre la piedad hacia un menor de edad integrante de la inmensa masa de pobres. Todavía no se insistía con la palabra inseguridad, pero la opinión pública comenzaba a atrincherarse en ella. Según Vezzetti, "la inseguridad es un problema más allá de que luego sea manipulada para justificar políticas represivas. El pensamiento progresista siempre tuvo dificultad para situarse frente a eso". En una entrevista aparecida en Las/12 el 22 de mayo, la ensayista Beatriz Sarlo mencionaba la existencia en EE.UU. de una suerte de ciudadanía fiscal que se consideraba con derecho a decidir que el pago de sus impuestos no fuera destinado a la rehabilitación de sujetos que consideraba irrehabilitables, estableciendo una suerte de relación clientista con el Estado y perdiendo de vista que la actitud ante el delito debe ser producto de una decisión colectiva. El fin se siglo despliega su oferta de paradojas: en el primer mundo el
proyecto de una aldea global económica convive con el resurgimiento de reivindicaciones
étnicas y nacionales. Se patrocinan diversidades culturales como las que incluyen a
negros, mujeres y disidentes sexuales, mientras se intenta encontrar la genética de la
violencia, la homosexualidad y la inferioridad racial y se cierran fronteras. Un cuadro de
Frida Kahlo puede venderse en original, botones de solapa o delantales de restaurante,
pero un mexicano que intente cruzar ilegalmente a EE.UU. corre el riesgo de ser apaleado y
asesinado. Los hijos de Foucault intentan inventar un dispositivo que ponga en
cuestionamiento la reclusión como sistema exclusivo de castigo, pero cada vez es menos
probable que un llamado telefónico gubernamental conmute una pena de muerte. Mientras la
psicología domina el lenguaje de la política, cada vez se vuelve más impotente para
argumentar en favor de acusados factibles de ser considerados irresponsables de sus
delitos. Y estas posiciones no corresponden solamente a las diferencias entre las fuerzas
conservadoras y progresistas. El fin de siglo parece ser el fin de una concepción del
crimen como síntoma y problema a encarar en comunidad, que ha tenido su estatuto aun en
períodos y sistemas represivos. El espontáneo reclamo de ¡paredón, paredón! hoy
carece de resonancias castristas y la pregunta de Roberto Arlt "¿loco o
locoide?" parece mera nostalgia del positivismo. ¿El fin es el fin del perdón? |