El fervor internacional por la nueva píldora que ha de curarnos a nosotros, los varones impotentes, desestima un hecho primordial: la impotencia sexual expresa, antes que nada, una falta de sentido del humor. En todo encuentro sexual puede haber, e incluso debería haber, un instante de vacilación, como si el falo hiciera una reverencia al presentarse ante el misterio de la feminidad. Irónicamente, en ese momento de impotencia el órgano revela su mayor aptitud; es capaz de anticipar el secreto punto de angustia de quien se creía su dueño. Pero, ¿por qué sólo un instante, quizás imperceptible? Vamos, ¿por qué el pito se vuelve a parar? ¿Cómo nos atrevemos a una actividad tan peligrosa como lo es entrar, desnudos, en ese lugar que no ofrece ninguna garantía? Es claro que la única respuesta a esa pregunta es una sonrisa: el varón que corre tras la píldora es el que nunca aprendió a reírse de sí mismo, o por lo menos de esa parte de su cuerpo en cuya importancia tanto insistieron Freud y mamá. Por eso, en contra de lo que sostienen los cómicos de varieté, la impotencia es, ante todo, mal de la juventud. No es que la experiencia otorgue ningún savoir-faire respecto de las mujeres: al contrario, la perplejidad que es su único fruto debiera enseñar al hombre el discreto arte de no tomar demasiado en serio el poder de su virilidad. Y, según indican las investigaciones más entretenidas, aquella masculina sonrisa silenciosa es lo único que abre el acceso a la femenina sonrisa vertical. El impotente, en cambio, vive pendiente de su órgano sexual; está seriamente convencido de que las vicisitudes de ese miembro son importantísimas, y en este sentido es un machista. El machista quiere creer que eso que tiene entre las piernas es exactamente lo que necesita una mujer, y, claro, él necesita que la mujer le ratifique esa convicción: necesita que la mujer lo engañe, y lo consigue con gran amplitud. Tal vez las precedentes líneas no hayan sido bastante potentes para lograr su objetivo de liberación masculina. En todo caso, convendría desmedicalizar un poquito el tema de la impotencia sexual: recordar que, en muchos casos, no es la enfermedad de una parte del cuerpo sino una manera de situarse ante la vida. Y el hecho de que en Estados Unidos se hayan vendido ya 700.000 cajas de Viagra no es un dato epidemiológico sino la fotografía de una sociedad. En otros casos, la impotencia sí es una enfermedad del cuerpo, y la nueva píldora es sin duda preferible a tratamientos frankenstenianos como prótesis o inyecciones. Tiene sus limitaciones, sin embargo, y una de ellas, se informa, es que debe ser ingerida una hora antes de la relación sexual. Supongamos, el hombre se tomó su pildorita, está pleno de confianza en sí mismo pero sucede que ya pasó una hora y la mujer --que, igualito que el Sur, también existe-- no tiene ganas, y quizás él tampoco, todavía. El y ella conversan, están muy bien juntos pero todavía no es momento para el sexo. Entonces el varón, disimuladamente, toma una segunda píldora, para prevenir que se agote el efecto de la primera. Siguen charlando, toman café, una copa. Todo está muy bien pero el momento del sexo se posterga. Pasa otra hora, y otra. Es una de esas noches magníficas donde las almas se encuentran, el tiempo pasa volando, al final habrá sexo, seguro, y el hombre refuerza la dosis, cada hora, para no fracasar justo hoy. Pero, también se sabe, el Viagra tiene efectos secundarios indeseables. Al hombre ya le está doliendo la cabeza, ve todo azul, empiezan los malestares intestinales. Son muchas píldoras, se siente mal, y la mujer, que al fin y al cabo lo quiere, lo cuidará en su caída. Lo llevará a la cama, aunque no como amante; lo calmará. Y tal vez en el amanecer, cuando hayan pasado los efectos de la pastilla milagrosa, terminen haciendo el amor, torpemente, que es como hacemos el amor los seres humanos. |