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MERCADO
DE PULGAS


Por Luis Bruschtein

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T.gif (67 bytes) Está comprobado científicamente que la vida de las personas y cada ciclo de la historia dejan el noventa por ciento de los sueños en el aire. Una prueba de ello está en cierta zona de Constitución y en un predio de Chacarita. Los próceres de Mayo soñaron mucho más de lo que consiguieron, igual que los deseos que animaron a la gente a la salida de la última dictadura. Pero también funciona así en la vida cotidiana. Ese 90 por ciento que queda en el aire es como esos deseos de los chicos, aquello que alguna vez se amó más que nada en el mundo y que después perdió sentido.
Los sueños que van quedando son como el lado infantil, el niño que se ve absurdo desde la madurez o desde cada nuevo ciclo. Y cada nuevo ciclo se encarga de matar a esos niños. La gente que se enamora de esas ideas tiene que arrancárselas para seguir el ritmo de la historia y volverse a enamorar de las que han comenzado a surgir para no quedarse atrás. Tampoco se puede mirar atrás. Internet y la globalidad hacen los ciclos cada vez más cortos. Los hindúes hablaban de un parpadeo de Krishna, que demoraba miles de años; los aztecas los medían en 50 años; los racionalistas y freudianos, de generación en generación, pero ahora varios ciclos se producen en una misma generación.
Pese a la velocidad, cada ciclo deja marcas físicas en la ciudad, donde también los sueños de cada época quedan incrustados como fósiles. Son señales que van decantando capas geológicas que afloran por azar.
Hay una zona en Constitución con árboles de copas amarillentas y paredones grises donde todavía puede ser visible el rasgo difuso de alguna estrella roja de cinco puntas. En las calles, las vías del tranvía irrumpen en algunos tramos sobre el asfalto. Inexplicablemente, esa zona está llena de pequeñas y viejas mercerías, como si las madres y las abuelas de hace 40 o 50 años todavía las frecuentaran o como si las hubiera sobrevivido el impulso gozoso de esa necesidad. Es como si estuvieran allí sólo para satisfacer la necesidad fantasmagórica de aquellas mujeres que ya no existen.
Se trata de una zona de pensiones de paso, hoteles alojamiento y de gente sola. En esas calles hay un hotel que se llama Finisterre y tiene la forma protegida de un puerto. La recepción se abre a un amplio patio central adonde dan las galerías de los dos pisos con la fila interminable de habitaciones. La chapa de bronce de la puerta asegura que el edificio fue inaugurado a principios de siglo, cuando tuvo su época de oro, pero ahora es un lugar para gente solitaria. Más el final de un camino o de una historia, que el fin del mundo.
Las mercerías son una señal, lo mismo que el Finisterre. Son huellas de madres y abuelas y de un puerto para los que fueron quedando a un lado. El barrio tiene un remolino que absorbe los cachivaches.
En el otro extremo de la ciudad, hay un lugar parecido. Es un galpón inmenso que hasta hace algunos años era un mercado de abasto y ahora funciona como mercado de pulgas. Parece obvio porque se venden cosas viejas, pero es engañoso. En los puestos periféricos, cercanos a las entradas, se exhiben muebles antiguos reciclados. Es la parte correcta y la más iluminada.
Los círculos interiores del inmenso recinto están en penumbras. Los pasillos estrechos se internan entre montones de dos o tres metros de alto de mesas, escritorios, inodoros y artefactos absurdos. Por un peso venden una palada de monedas viejas por las que un ladrón hubiera matado hace 60 años. Hay un gran televisor Zenith que pudo haber sido el deseo más ferviente de un chico de principios de los ‘50; hay camas despintadas con elásticos vencidos, mesas carcomidas por insectos y ventanas que no se abren a ningún lado. “Ese armario es como el que tuvo que tirar la abuela después de la inundación” murmura una mujer recordando con ojos de niña.
En la soledad de esos pasillos, entre los montones de cachivaches apolillados, se escucha un murmullo permanente que parece provenir de ellos. Hay una montaña de computadoras viejas; es el último ciclo y, por lo tanto, el más despreciado. En un recodo hay una hilera doble de ochocaballos blancos de papel maché. Están parados en dos patas como si anunciaran –y probablemente lo habrán hecho– la atracción principal de un parque de diversiones. Junto a ellos están los animales de madera pintada de una vieja calesita de barrio.
Una canaleta de piedra lleva un hilo de agua sucia entre los pasillos y los cúmulos. En algunas zonas se hacen charcos. La penumbra tiene manchones amarillos por las lamparitas de los puestos y todo es polvoriento. Así es difícil llegar al centro del recinto. Pero desde algunos metros se pueden ver unas maderas torneadas de color celeste. Son columnas retorcidas que sostienen un baldaquino laboriosamente decorado. Haciendo un esfuerzo se puede llegar justo hasta el centro. Y lo que hay allí, justo en el centro, donde el rumor se hace más intenso, es una carroza fúnebre de los años ‘30, milagrosamente intacta. Una carroza de color celeste, como las que se usaban cuando enterraban a los niños.

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