La reunión era chica, en una casa chorizo con doble circulación, de ésas que tienen una galería por la que se entra a todas las habitaciones. Los adultos tomábamos vino y comíamos empanadas en la galería. Los cinco chicos, de entre dos y seis años, corrían en fila india en círculos, pasando por los dormitorios y dando la vuelta por la galería, tropezándose a veces con las piernas de alguien. No les prestábamos mucha atención. Lo mejor de las reuniones en las que hay chicos es que ellos hacen su propia fiesta y uno se desentiende por lo menos unos quince minutos seguidos. Todo transcurría normalmente: Verónica, de dos, mordía cada tanto a Ignacio, de tres, y era a su vez mordida. Lucía, de cinco, se peleaba con Pedro porque Pedro no le obedecía, y María, también de seis, arbitraba o tomaba partido según cómo evaluara el cuadro de situación. Creo recordar que cada uno de nosotros fue capaz de comerse una empanada entera sin tener que pararse a dirimir algún conflicto o servir Coca Cola para volver a pararse a los dos segundos para limpiar el charco de Coca Cola. Pero, en la galería, nos encontrábamos de pronto hablando cada vez más fuerte. Y eso ocurría, simplemente, porque el sonido ambiente (léase, los gritos de los niños) eran cada vez más altos. Advertimos con cierta placidez que los chicos se habían integrado en un juego que, al parecer, consistía en perseguir al de adelante y ser perseguido por el de atrás, de modo que corrían y corrían y corrían, gritando cosas indescifrables. Pero una fue descifrable. Se la escuchamos a Ignacio, el de tres: --¡Yo soy Yabán! ¡Atápenme! De pronto nos dimos cuenta de que todos eran Yabrán, y a su vez todos perseguían a Yabrán. Recordé inmediatamente que el año pasado me convocaron en la sala del preescolar de María para que les contara cómo se hace una revista. Fui y empecé a hablar de las secciones, del staff, de las firmas... pero los chicos me interrumpían, porque les importaba un comino cómo hacer una revista: lo que querían saber, me dijeron, era quién había matado a José Luis Cabezas. La maestra sonrió como quien conoce a su tropa. "Hablan todo el día de Yabrán y de Cabezas", me dijo, como disculpándose por lo infructuoso de mi visita. --A Cabezas lo mandó a matar Yabrán --dijo uno, creo que Lautaro. --No, lo mató la policía --dijo otro, creo que Diego. --Yo en la revista quiero hacer la parte de modas. Pero a Cabezas lo quemaron --dijo una de las nenas. --Y yo quiero hacer las fotos de fútbol, pero no quiero que me maten --dijo otro. Antes de esa reunión entre amigos, antes de que Yabrán se suicidara, cada vez que cruzábamos el Riachuelo, María me preguntaba: "¿El 'Titanic' era largo como ese barco?". "No, más largo", le contestaba. "¿Cómo de largo, como ese otro?". "No, más, más". "¿Y por qué se hundió?". "Porque chocó contra un iceberg". "¿Y qué es un iceberg?". "Una montaña de hielo". "¿Y se murieron todos?". "No, todos no". "¿Leonardo DiCaprio iba?". "No". "Ah". "¿Iban chicos?". "Creo que sí". "Ah". La información les llega, los atrapa, los perturba. Quién sabe de qué manera la metabolizan. Quién sabe qué trama va tejiendo en sus mentes. De qué temores los embaraza. De qué fantasmas. Uno no puede protegerlos de la vida real, ni codificar el mundo que es en sí mismo una señal porno a la que están expuestos las veinticuatro horas. Uno les contesta lo que puede y confiesa lo que no sabe. Pero ellos detectan el horror, un radar les hacer quedarse enganchados en las ramas de las noticias que no cierran, que son dolorosas, que no tienen respuesta. En ese juego que inventaron los cinco, ser Yabrán y perseguir a Yabrán, no sólo intercambiaban y superponían los roles del bueno y del malo. En esa cinta sinfín del juego, los nenes hablaban de lo que temen y de lo que desean. Temen algo tan básico como que exista el mal, y desean algo tan simple como que exista el bien. |