EL CENIT
Por Enrique Medina |
|
Espectacular está el día: el sol feliz como nunca y el mar tan
calmo y seguro como Cristo al entregarse. Con el espíritu apto, decidido, flecha lanzada
y sin retorno, el hombre se acomoda la gorra y ajusta la bufanda, no vaya a ser que se
resfríe. Apresta el bote. Verifica por última vez que en la proa, debajo de la lona,
esté lo necesario y suficiente. Correcto, se dice; no hay que desperdiciar día tan apto
y majestuoso. Empuja el bote. Debe repetir el intento porque el bote se niega a moverse,
empuja con todas las fuerzas y lo obliga a resbalar por la arena seca, muy seca y
luminosa, refractante. El bote parece empacarse, negarse; pero el hombre es más fuerte y,
afirmándose en nuevas altas botas de goma, regalo de su hija que hoy estrena, doblega al
bote y vence a la reseca arena que intentó solidarizarse con el caprichoso bote. Ya
están tocando agua, la madera se moja, las botas se mojan. Un último empujoncito y el
bote, animal sediento, entra al agua tentadora, y se deja estar, liviano y entero como en
el amor, se dice el hombre al tiempo que, ágil y certero, salta al medio del bote con las
botas chorreando. Se acomoda en el asiento de la popa. Conocedor, el bote, apenas
cabalgando sobre las olas muertas, se dirige solito por la dirección tantas veces
recorrida. No hace falta que el hombre agarre los remos, tan suave y pasivo está el mar;
así que se deja ir a la buena de Dios, y prende un cigarrillo. Acompaña el cielo, con un
azul de oro detrás del desvaído aire. Fuma el hombre, fuma y respira con ganas; el bote
choca una olita y una brisa de agua salada salpica su rostro. Con desgano gira el cuerpo
hacia atrás y ve la ciudad de la que se aleja, concluyente. O no, quizá sea la ciudad
que se está alejando de él. Ya no importa. Pasa al tablón del medio, se sienta, agarra
los remos, los acomoda en los aros y rema con pausa y agrado, entrando, entrando en el
infinito horizonte. Piensa en sus cosas, sin acorralarse en el razonamiento, con amplitud
y buen criterio: ha hecho cosas buenas, ha recibido cosas buenas. Pero hay cosas que
están más allá de lo cotidiano y familiar, de los afectos e ingratitudes, de los
dolores, de flotantes cabelleras, del rojo y gratificante vino, de hijos, de traiciones
que al principio hieren como puñales pero al final no valen el esfuerzo de una escupida,
de alegrías engañosas como el enronquecido fútbol diario, y porque el hombre ha sido
imperfecto es que, ya muy dentro del mar, deja que los remos se deslicen por los aros y se
hundan en el agua, saliendo, unos metros más allá, para quedar flotando junto a las
burbujas lustrosas. Se inclina hacia adelante, levanta la lona y, de entre dos cajas de
madera, agarra una canasta. El hombre sonríe porque al levantar el repasador le viene la
imagen de Caperucita Roja con su canastita. Corta pan y salamín, come. Al salamín le
quita la piel y la va tirando al mar. Se sirve vino. Sabe de una mujer que supo amarlo y a
la que no pudo corresponder porque estaba en otras ambiciones; sabe de un amigo que está
preso injustamente y finalizará su vida en la cárcel; sabe lo que es ganar y lo que es
perder, y aunque de esto último sabe mucho más no por ello se gozó cretino ni alcanzó
el cinismo. Sabe que aquella línea delgada que ronda es un tiburón porque se lo enseñó
su padre, hace ya muchos años. Gira la cabeza y ya no ve playa. Esto quiere decir que
él, el sol, el mar y el cielo están ubicados en el cenit más deseado por la naturaleza.
Tira la botella de vino al mar y, de otra botella, que extrae de uno de los cajones, se
sirve el veneno definitivo y lo bebe de un solo envío empujando las veinte cápsulas de
barbitúricos que va tragando como puede. Tiene un espasmo sobrio. Echa los restos de pan
y salamín para entretener a los tiburones. Con el cuchillo se corta las venas de las
muñecas y sacude la sangre fuera del bote. La larga cadena que parte del enorme grillete
de hierro que está dentro de una de las cajas la asegura correctamente a su cuello. De la
otra caja de madera separa el pistolón de su abuelo y de un tiro hace un agujero en el
piso del bote por donde el mar --ni lerdo ni perezoso, piensa el hombre--, hambriento como
la velocidad, comienza a entrar, a invadir alborozado. Sorprendiéndose por la buena
disposición de los elementos en ayudarlo y por la serenidad en que se halla, el hombre se
sonríe en recuerdo juvenil, cuando creía que el único mal de la vida se concentraba en
las iglesias, los militares y los policías, se sonríe por ingenuo a pesar de que luego
sumó a empresarios y comerciantes. Por cándido, por injusto, como rapsoda marino
pronuncia una oración jaculatoria que lo turba en el ridículo, "la gente, la gente
es la carroña de la vida" (se le escapa el exabrupto y es una pena porque pierde
dignidad su decisión), y ya, con el agua en las rodillas y un tiburón muy cerca atraído
por la sangre que chorrea de sus manos, sitúa el caño del pistolón por sobre el pómulo
derecho, deliberadamente en el ojo y, aspirando feliz la paz que le ofrecen el opalescente
cielo y el bienaventurado mar, cautivado por tanto privilegio, aprieta el gatillo.
PRINCIPAL |