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BATALLAS ARGENTINAS
Por Osvaldo Bayer

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T.gif (67 bytes) Frente a mí está nuevamente Ana Di Salvo. Sobreviviente del método de "desaparición de personas". Sesenta años de edad, psicóloga, vive en Lomas de Zamora. En 1977, estuvo setenta y tres días con su marido --Eduardo Kiernan-- en el infierno del campo de concentración El Vesubio del Ejército Argentino, cuyo comandante fue el mayor Pedro Alberto Durán Sáenz. Retomamos el diálogo de hace dos semanas.

Veintiún años después Ana María Salvo da su testimonio de esa era del espanto. No puede olvidar los labios de la estudiante alemana Elisabeth Kaesemann que, apenas llegó Ana María al Vesubio, le comunicaba su dirección en Alemania sin palabras, sólo con el movimiento de su boca. El Ejército Argentino había prohibido la palabra. No sólo quemaba libros, asesinaba a intelectuales y cercenaba las vidas jóvenes sino que tampoco quería escuchar la voz humana, la de la protesta ante lo injusto. Al pueblo sólo se le enseñaba a gritar ¡gol!, como ahora, y siempre a saber ser verdaderos occidentales y cristianos.

Pero Elisabeth Kaesemann no se doblegó y hacía uso de la palabra sin sonido. Ana María Di Salvo fue adivinando las letras que conformaban los labios de la prisionera: Rottweilerstrasse 3, Tübingen, Alemania, le repetía todos los días. La dirección de su padre, el profesor de teología Ernst Kaesemann.

Setenta y tres días estuvieron Ana Di Salvo y su marido. Setenta y tres días en el infierno. Me relata su experiencia día tras día, todo hasta el mínimo detalle ha conservado su mente durante veintiún años. El imperio del mayor Pedro Alberto Durán Sáenz. Allí este ejemplar producto del Ejército Argentino ganó todas las batallas. (Las detenidas debían desnudarse para el baño una por una en un tacho con la misma agua para todas, un trapo y jabón en polvo. Cuando terminaban de enjabonarse, un guardia les tiraba un baldazo. Después, a secarse con la misma toalla. Era una de las humillaciones menores diarias.) Vaya a saber las represiones mentales sufridas por el inspirado mayor Durán Sáenz en su infancia y adolescencia. Pero en seguida venía el aspecto diferente de su personalidad. Invitaba a las presas individualmente a la jefatura, donde habitaba él, a cincuenta metros o algo más de las cuchas y la "enfermería" donde las únicas herramientas médicas eran las picanas. En su residencia, el mayor Durán Sáenz se mostraba afable y simpático con las prisioneras y las invitaba a bañarse en su propio baño. Ana María Di Salvo recuerda que había jabón y después podían pasar a la habitación de al lado del despacho de Durán Sáenz, elegir un vestido --casi todos de "polleritas muy cortitas"-- y dejar sus miserables vestimentas. Hasta se ponía a disposición una caja con ropa interior femenina, en ese mismo cuarto del jefe absoluto. Pero cuando debían regresar a las cuchas les quitaban todo otra vez. De la ilusión a la humillación. Mayor Pedro Alberto Durán Sáenz, una mente clara. Cuando hablaba con las prisioneras la jugaba de simpático y repetía que estaba cumpliendo una labor patriótica, como esas especies de discursos aprendidos en alguna escuela para militares de Fort Douglas o Panamá. El jefe almorzaba con Silvia, su prisionera amante, y se hacía servir por otras presas. Una de ellas era la psicóloga Marta Brea, quien debía poner la mesa del señor mayor. Este se mostraba satisfecho y siempre le decía: "Se ve que usted pertenece a una buena familia ya que me pone un platito especial para el pan". Hombre de finezas, el mayor.

Pero en el horror y la cobardía del poder, entre los humillados, crecía la flor de la solidaridad. Recuerda Ana María Di Salvo que aquella Marta Brea que debía servir la mesa del vejador le tejió a ella, con los dedos, una pequeña bufanda al crochet con restos de lana que obtenía de harapos. Empezó a tejérsela un día en que Ana María le había dicho que sentía frío en el cuello.

A Marta Brea la habían sacado del hospital de Lanús de los cabellos, al mediodía, en pleno funcionamiento del nosocomio. Así tan seguros se sentían los hombres de botas y uniformes. Los parientes de ella se movilizaron rápidamente y lograron una entrevista con la esposa del dictador Videla. Esta los recibió y la pregunta de ella fue: ¿qué profesión tiene la detenida? Psicóloga, le respondieron los familiares de la desaparecida. La mujer del todopoderoso dictador como explicación de todo sólo dijo: "Ah, psicóloga", como si eso ya valiera como sinónimo de subversiva, marxista y judía. Tiempos muy argentinos, aquellos. Recuerda Ana María Di Salvo que una vez Marta Brea rompió el obligado silencio de las cuchas diciéndole a ella en alta voz: "¿Y, psicóloga, qué hacés?". "Estoy pensando, ¿y vos?, le respondió Ana María. "Estoy moqueando", fue la respuesta entre irónica y de profunda tristeza de quien iba a "desaparecer" poco después.

Ana María se lo pasó llorando las primeras largas semanas. Una piba llamada Lali, que estaba en la cucha de al lado, para tratar de distraerla le preguntó una noche: "¿Qué estás haciendo?". "Estoy pensando en mi pequeño hijo, Luciano", le contestó con un balbuceo Ana María. Y Lali bajito, bajito, empezó a entonar canciones infantiles. O aquella vez que trajeron a dos muchachos a las cuchas de las mujeres porque ya no había lugar en el sector masculino. El silencio era total, hasta que se escuchó la voz de uno de los recién llegados que decía de pronto: Recemos el rosario". Y muchos que jamás lo habían hecho, de pronto, lo acompañaron. Porque era como si hicieran una acción juntos, un acto de rebeldía contra el poder omnímodo.

Al despedirse de El Vesubio, Ana María le regaló a Elisabeth Kaesemann un saquito de plástico rojo, ya que la habían traído sólo con una remera y hacía frío. Cuatro días después de haber recobrado la libertad, Ana María y su esposo leyeron en los diarios el asesinato de Elisabeth Kaesemann y de otro grupo de prisioneros de El Vesubio, en un disimulado "combate" entre valientes oficiales y suboficiales de la Patria y vendidos subversivos al oro extranjero.

Pero no tema el lector, el mayor Durán Sáenz fue premiado por sus logros. Llegó a coronel; el gobierno de Alfonsín --siendo canciller Caputo-- permitió que el citado nos representara como agregado militar en México.

Sí, durante la reconquistada democracia, ambos responsables permitieron también que el torturador de la ESMA, capitán de corbeta José Dunda, fuera agregado militar en Brasil y el coronel Osvaldo Riveros alias "Balita", conocido torturador, representara al honor argentino en Honduras. Sólo la reacción de residentes argentinos en México hizo que el héroe de El Vesubio, Durán Sáenz, tuviera que meter violín en bolsa y regresar a la Patria. Aquí siguió teniendo suerte: se amparó en obediencia debida y punto final para que no se lo siguiera juzgando en la cámara federal en la Causa "Cuerpo I de Ejército" por violaciones y la aplicación de tormentos. Y hace apenas pocos meses, en setiembre del '97, Durán Sáenz ganó definitivamente su batalla: fue contratado por el intendente justicialista de General Alvear como "asesor de zona de crecimiento común". Justicialista (piense el lector en el significado de esta palabra). Buena perspectiva para el futuro.

Queridos lectores: ¿qué les parece la fórmula presidencial Bussi-Durán Sáenz, o Rico (ya intendente de San Miguel)-Durán Sáenz, o, por qué no Durán Sáenz-Patti (ya intendente de Escobar). No crea el lector que se trata de una inspiración del realismo mágico. No, es auténtica realidad argentina, de pura cepa.

Elisabeth Kaesemann, sin voz, con el movimiento de labios, nos sigue dictando su dirección. Como lo hizo en El Vesubio a Ana María Di Salvo, hace justo veintiún años.

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