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Lo que está en crisis severa es la legalidad institucional. Empezando por el
presidente de la Nación que pretende perpetuarse en el cargo mediante una chicana
jurídica, o por cualquier otro atajo que se le ocurra, aunque la Constitución lo
prohíba, de ahí para abajo la ley y el honor de la palabra empeñada son valores huecos,
vaciados por una concepción que trata al poder público como patrimonio privado y otorga
a poderes privados el control de las decisiones públicas. La cabeza visible del Fondo Monetario Internacional (FMI), Michel Camdessus, no figuró en ninguna boleta electoral del 26 de octubre, pero tiene la última palabra sobre la reforma laboral, el régimen tributario, el presupuesto nacional, las obras públicas y hasta las remuneraciones de docentes y jubilados. No fue elegido por nadie, pero decide sobre el destino de todos, mientras que los elegidos por el pueblo para gobernar se inclinan ante su voluntad o se esfuerzan para demostrar que también pueden ser buenos cumplidores. La desnacionalización es tan grande que ni las mafias son locales, todas tienen ramificaciones o centros internacionales. Con la capacidad de decisión instalada fuera del Estado (y del país), la administración pública queda reducida a un aparato electoral que busca clientela y enriquece a sus administradores con fortunas habidas de la peor manera. Con la refundación de la democracia, hace casi quince años, parecía que la Argentina dejaba atrás el régimen que durante medio siglo de arbitraria inestabilidad le había impedido ser ella misma. A medida que pasa el tiempo, la sensación que cunde en la ciudadanía es que cambió la forma, no la sustancia. Cambió la retórica, pero lo nuevo sigue siendo retórico. Se acabaron las gastadas mentiras de los "salvadores de la Patria", para ser reemplazadas por otras mentiras flamantes. Cualquiera que hoy mire hacia las instituciones descubre que, en cada una de ellas, hay alguna mafia que tiene la sartén por el mango. Hay mafias de empresarios, militares, jueces, políticos, policías, y otras profesiones afines. Debajo de cada piedra que se levanta, aparecen los gusanos. Ayer mismo, una comisión municipal incautó en el centro porteño toneladas de alimentos de origen anónimo destinados a restaurantes y hoteles de la ciudad. ¿Serán las mafias de los ravioles y el matambrito de cerdo? Es tanta la ilegalidad que exudan los poros institucionales, y parecen tan poderosos los canales clandestinos, que cede hasta la capacidad de indignación de mucha gente. Que a uno lo sigan, lo filmen, lo graben, lo fotografíen, lo amenacen y, eventualmente, lo maten, es noticia de todos los días. También es habitual que nunca se descubra quién ni para qué lo hizo, creando un ambiente de sospechas y conjuras cruzadas que asfixia la convivencia. Unos recelan de los otros en una cadena interminable de suspicacias y preguntas sin respuestas. En la era de la traición, la política está envenenada con su propia intoxicación, aunque a veces crea, o pretenda creer, que son los periodistas los que espolvorean la comida con cicuta. Basta que los dirigentes del Frepaso propongan algunas reglas de conducta para la futura campaña electoral, llamadas con exageración "código de ética", para que sus socios radicales sospechen que es una maniobra destinada a debilitar a su propio candidato, acosado además por una sucesión de situaciones que lo salpican con barro. Las recíprocas desconfianzas están carcomiendo la imagen de convergencia que había despertado expectativas esperanzadas en los votantes del 26 de octubre. Los augurios más pesimistas mencionan posibles rupturas, ante la circunstancial imposibilidad de los optimistas para ofrecer evidencias de unidad en desarrollo, debido a las tensiones provocadas por la competencia hacia la futura candidatura presidencial. Si no es por amor, la alianza tendrá que ser por espanto, ya que separados defraudarían la voluntad popular que los reunió y abrirían paso a una situación de inestabilidad bien dispuesta para las audacias aventureras, con lo cual todos perderían más todavía que ahora. Entre tanto, podría ser útil una convergencia transversal que cruce a las fuerzas partidarias enhebrando a los que desean reconciliar la política con la honestidad y la transparencia, aunque más no sea para mantener abiertos los canales de diálogo y abortar las maniobras separatistas. Otro tanto sucede con el partido de gobierno, atravesado por una disputa interna de tanta ferocidad, que ni siquiera pudo convocar al congreso del PJ debido al alto riesgo de quebrarse por lo menos en dos partes. La astucia y los recursos de la Casa Rosada, de un lado, y el aparato teledirigido desde La Plata, del otro lado, sólo consiguieron un empate técnico en el número de delegados que podía controlar cada bando. A Menem no le alcanzó ni siquiera "bajar" en persona hasta los municipios con promesas de transferencias presupuestarias, y a Duhalde sus idas y vueltas tampoco lo debilitaron tanto como para darse por vencido, aun vencido. Para conservar la apariencia de legalidad, reuniendo al congreso para elegir sus candidatos, deberían renunciar los dos o firmar un pacto de no-agresión, a lo cual por ahora se niegan ambos. Daría la impresión de que para este tipo de política la legalidad es un estorbo, antes que un marco de referencia. Claro que la experiencia en materia de pactos desaconseja la reiteración. Todo lo que hoy está a la vista muestra el fracaso del Pacto de Olivos que firmaron Menem y Alfonsín, ya que la democracia sigue en peligro y el muro de contención de la Alianza muestra fisuras ante los embates de la realidad. ¿Habrá otro pacto como mal menor? Quizás hoy esté reducido a ponerse de acuerdo entre radicales y menemistas para una renovación parcial de la Corte Suprema, cambiando dos o tres fusibles quemados. ¿Será por eso que los radicales no quieren avanzar en la propuesta de juicio político a la mayoría del alto tribunal que auspician sus aliados? Estas y otras especulaciones similares reptan entre los escombros de figuras que se derrumban a diario bajo el peso de delitos que provocan nauseas. Nadie está dispuesto a creer en nada, ni en la muerte siquiera, ya que se sigue dudando de la identidad del cadáver de Alfredo Yabrán. No está mal, sin embargo, que las tramas de corrupción queden al descubierto. ¿De qué otro modo podría llegarse a la renovación indispensable? Aunque a veces el ciudadano común se sienta abrumado por la descarga cotidiana de inmundicia, el asco valdría la pena si concluyera alguna vez en el debido castigo a los culpables. Por ahora, las sanciones son las simbólicas que dicta el pueblo con su repudio, porque la mayoría de los acusados sigue disfrutando de sus poltronas o de sus riquezas ya que el tiempo de los tribunales se hace interminable, no se sabe bien si es porque la Justicia tarda en llegar o porque alguien tiene el pie en el freno. Lo cierto es que, por ejemplo, el gobernador Antonio Bussi volvió a su puesto, con sus cuentas en el exterior, sus lágrimas y una sanción en el legajo militar. En esta condición de legalidad precaria hay complicidades inevitables. "La corrupción comienza cuando el poder se ejerce sin sujeción a normas y en otros casos cuando existe una desviación del poder provocada por una falta deliberada de acatamiento al sistema de normas jurídicas cuando éste existe (entendiendo por existencia su validez)", anotó el profesor Eduardo Barbarosch en su Análisis de la corrupción desde la Teoría General del Derecho. En el mismo texto anota un dilema actual: "¿Cómo es posible someter al derecho a aquellos que ejercen el poder necesario para aplicar el derecho?". La quinceañera democracia argentina no encontró aún la respuesta para esa pregunta. De momento, parece conformarse con debatir la periferia del dilema. Así, en lugar del delito denunciado por el periodismo se debate la calidad de la fuente informativa, con la misma trivialidad con que se ocupan del mundial de fútbol en las escuelas en vez de contestar las demandas de la Carpa Blanca. Los políticos de los más diversos colores se incomodan con la prensa, como si en ella pudieran encontrar el virus que los corrompe. Mientras imaginan regulaciones "sanadoras", muchos de ellos utilizan, sin pudor ni escrúpulos, el espionaje electrónico clandestino para librar batallas sordas y sucias por los privilegios del poder. Por supuesto que hay que terminar con el espionaje telefónico, lo mismo que con las distintas formas de la corrupción de los poderes. Nadie ignora, claro, que más de una vez la información que incomoda o perjudica a unos es proporcionada por otros que quieren desplazarlos o ambicionan su lugar, aunque para ello tenga que revelar la comisión de delitos. La precaución máxima del periodismo riguroso no consiste en desechar la información, como pretenden los políticos, sino contrastarla con todas las fuentes a su alcance, para no ser objeto de artificiosas "operaciones de prensa" y, a la vez, servir sin claudicaciones al derecho de sus lectores o audiencias, que es el único derecho que importa de verdad en el ejercicio periodístico. Muchos periodistas han pagado con su vida esta vocación de servicio. De acuerdo con el Comité Mundial de Protección al Periodismo, en la última década fueron asesinados en el mundo 474 periodistas, 107 de ellos en América latina, incluido José Luis Cabezas. Poco tiempo antes del asesinato de este reportero gráfico, el Premio Nobel Gabriel García Márquez habló ante la asamblea general de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) sobre lo que él llamó "El mejor oficio del mundo". Ningún otro escritor ha dedicado tanta energía a la formación de periodistas en América latina; con esa experiencia, además de su habitual franqueza, en aquella exposición tampoco ocultó las "transgresiones éticas" de la prensa en la actualidad. Sus observaciones ofrecen un excelente material de reflexión para este oficio. "Algunos --puntualizó García Márquez-- se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor" (...) "De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional".
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