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PANORAMA
ECONÓMICO India es tan pobre que no gana ni para crisis. La borrasca que hace once meses comenzó por Tailandia y terminó barriendo toda la región no se dignó invadir esa nación-continente de casi 3.300.000 kilómetros cuadrados, poblada por unos 950 millones de habitantes, tres cuartas partes de los cuales viven en áreas rurales. Ni siquiera desde la modestia argentina --unos 9500 dólares de ingreso anual per cápita-- es fácil imaginar la pobreza de un país de 370 dólares. Y a pesar de esto, India despliega misiles y bombas atómicas, desafiando los criterios hegemónicos que pretende imponer el club nuclear, acaparado por cinco países que sostienen el criterio de la no proliferación. El contrapunto indio-paquistaní de ensayos atómicos provocó tanta sorpresa en Occidente como la reciente debacle de los mercados asiáticos. Esto mismo le deparó una satisfacción entre tanto sinsabor a Michel Camdessus: así como el Fondo Monetario --y los gurúes privados-- fue incapaz de predecir el zafarrancho coreano o indonesio, la CIA parece haberse enterado por los diarios de las detonaciones. Primera toma de conciencia: ¡qué poco se sabe en Occidente acerca de Asia! ¿Pero de qué valdría saber? Por ahora la diferencia central entre las explosiones atómicas y las de mercado reside en la distinta posibilidad de aprovecharlas. Cuando empezaron a estallar las burbujas financieras, los intereses capitalistas occidentales vieron la oportunidad de abrir un boquete en bastiones como el coreano, colándose adentro con sus bancos y sus multinacionales de otros servicios. Todo esto a partir de un análisis estereotipado, según el cual los problemas de las economías asiáticas equivalían a sus diferencias con el modelo occidental de libremercado. Los orientales debían abrir y entregar para conseguir la salvación. La realidad es que las transnacionales conquistaron espacio, pero Asia sigue en crisis. El FMI fue pronto acusado de agravar la tempestad al imponer sus fórmulas de ajuste --que ahondaron el pánico a un hundimiento bancario--, en lo que fue la primera manifestación de una temida escalada de confrontación asiática con la prepotencia occidental. Esto mientras crecía la fiebre del euro (la inminente moneda única de once países de la Unión Europea) y la visión de un mundo de potencias capitalistas abroqueladas en tres poderosos bloques --el Nafta, la UE y otro asiático, en principio en torno de Japón, pero con China como gigantesca incógnita, mientras nadie se atrevía ni se atreve a lanzar pronósticos sobre Rusia--. El terremoto asiático llevó hasta el cenit la hegemonía estadounidense. Nadie volvió a recordar que en los '80 se calculaba cuántos años tardaría el PBI japonés en superar al norteamericano. Ahora, en cambio, los economistas juegan a adivinar el momento en que la tasa de desempleo sea más alta en Japón --una economía donde la desocupación virtualmente no existía-- que en Estados Unidos. De repente unas pocas experimentaciones atómicas bastaron para precipitar una maxidevaluación en la estima hegemónica de Washington. Primero porque sus espías no se enteraron. Pero segundo, y fundamental, porque es poco lo que puede hacer para imponer su voluntad. India no es Panamá, ni Libia ni Irak. Además de eso, India es un país casi completamente cerrado: alberga el 13 por ciento de la población mundial, pero su comercio exterior representa apenas el 1 por ciento del global. La inversión directa extranjera es de escasos 3 mil millones de dólares anuales. En otros términos: la globalización lo rozó hasta ahora tan imperceptiblemente que no logró volverlo dependiente, pese a que lleva seis años de gradual liberalización. Sin embargo, aunque la carrera nuclear entre India y Pakistán contraría a Occidente, instala un nuevo y extremo factor de inestabilidad en el espacio asiático. China, como protagonista implícito de esa carrera --por los misiles que emplaza en el Tíbet mirando a India y por el material que transfiere a Pakistán--, obtiene una fuerte carta de negociación con Estados Unidos y la Unión Europea, que la quieren ver sometida a la Organización Mundial de Comercio (ex GATT). Los átomos y la economía tratan de ajustarse, a duras penas, a una misma lógica de concentración. El club nuclear es un cártel cerrado, cuya composición es un extraño resabio de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. No lo integran Japón ni Alemania, que son las dos mayores economías del mundo, detrás de la norteamericana. Pero están Francia e Inglaterra, porque Europa estaba condenada a ser el teatro de un eventual holocausto nuclear. Rusia, como ex superpotencia, y China, como el gran tercero en discordia pese a su humildad, completan un quinteto que se adjudica el monopolio de la amenaza atómica. El armamento nuclear sólo está prohibido fuera de sus fronteras, como lo sabe la Argentina, que aceptó desmantelarlo. Esa aceptación corrió paralela a la suscripción del Consenso de Washington, una matriz de política económica que condujo esta década a la integración con el mundo de los flujos de capital y la apertura de los mercados. Pero las grandes potencias industriales --como Estados Unidos, la Unión Europea y Japón-- se permiten conductas vedadas al resto, como subsidiar ciertos sectores, proteger otros, exportar lo que no es apto para el consumo interno y, cuando corresponde, sobornar. El concepto de hegemonía y doble estándar es parecido al del club nuclear, e igual de peligroso y cuestionable.
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