Discuto conmigo mismo. "No". Suelo perder. Apenas si voy leyendo una carta recién llegada de Roma: "Desde Milán hasta Sicilia --escribe mi corresponsal--, se ríen a carcajadas del benemérito Clinton. A la carta italiana la he pinchado en la pared. Del Aretino a Fellini, ninguna bragueta transatlántica ha provocado tanto humor --continúo leyendo ese papel mientras me esmero en afeitarme de manera razonable. El dólar se ha entreabierto en bragueta" --prosigue mi amigo eterno a medida que voy blanqueándome el cuello y las mejillas. "Salteo el lunar". La Casa Blanca convertida en ranura de pantalón, dibuja, divertido y obstinado, mi argentino que, desde el '76, sobrevive al otro lado del Tíber. "Manhattan embraguetado" --y no se detiene el informe (calle Albania número trédichi): el bigote de Groucho Marx se desalienta en bragas de casimir; el Niágara con los botones a la vista y paciencia; y también Hollywood, bragazas, como una boca vertical. Y Whitman en desabroche; y hasta Disneylandia asomada al canal de cierto yin salpicado de tachuelas. "--El marido de Hillary tendría que haber tomado clases con Boccaccio" -- insinúa mi confidente; y su propuesta, tan anacrónica, me provoca un corte en la barbilla. "O con don Camilo" borra y se corrige mi aggionardo argentino de piazza Albania. "Un tajo" --me acaricio el mentón--, "es una bragueta diminuta y sangrienta". Y, de pronto, la voz de mi prima Ethel resuena desde el otro lado del baño: --Déme dos --solicita en su inglés de academias Pitman-- ¡Déme dos! Y no se ríe mi prima Ethel de esa extensa "abertura por delante" pinchada en la pared, que va zigzagueando desde Washington DC., a través de Ohio y Arizona y de las tumbas de Spoon River, hasta desembarcar en el ranch de Nixon o de algún american dream. Los fusiles no son oníricos sino, más bien, automáticos. "Pesadilla", mi prima del alma, suele traducirse como nightmare. Y, me parece, que Henry Miller o, quizás, el autor de Naked lunch, algo insinuaron en torno de los beneficios del gran mercado con sus batacazos y sus máquinas resplandecientes de pantalla y gatillo fácil. "--Oregon, New Jersey y Colorado entre rajas" --va subrayando con un violeta pálido mi compatriota del Trastevere--, "California, a la salida del high school; y los algodonales entre Virginia y Carolina South; tres alumnos y una maestra con los ojos como piedras sin musgo; y en Indiana, hacia el norte, en un colegio con techo a dos aguas; y nueve estudiantes amontonados y muertos en el campus, entre ardillas y matorrales, de Ermenville, Montana". Es otro mapa, despanzurrado, que no puede abrirse ya, y que reposa para siempre a un costado de In God we trust y el Mississippi, en este fin de siglo, reflejando unas nubes canosas. --Déme dos --exige mi prima Ethel, que bien podría llamarse Epítome, y que me va curando mi tajo en la barbilla con una virtuosa hand towel-- ¡Déme dos, rápido! --¿Cash? El espejo del baño se me ha nublado. "Los ríos del Medio Oeste tienen el agua caliente". No; no lo leo en la epístola romana, sino en el travesaño del techo: Go ahead, también reluce ahí arriba; y Remember Pearl Harbor, Gentlemen's agreement y Shirley Temple. --¿Doce años tenía? "Más o menos como los chicos de Kids". Fugazmente recuerdo a Chaplin sosteniendo un chico distraído, muy rubio, con la gorra ladeada; se llamaba Jackie Cogan y le pusieron El pibe. "Pibes". Los nietos de Buffalo Bill y de la Stein, Gertrude, van asomándose a ese ancho vidrio rectangular y casi opaco. "Se ríen de alguien". Entreabiertos y demacrados, parecen intercambiarse guns, dreams. Además de unos virus que no figuran en las serviciales instrucciones del software. --¡Dame dos, Deivid! --me urge mi prima Ethel. |