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Por Javier Valenzuela ¿Puede alguien ser declarado inocente de un crimen y verse obligado a pasar el resto de su vida entre rejas por algo relacionado con ese crimen? Sí, en el estado norteamericano de Alabama. En esa kafkiana situación, que ha atraído la atención de numerosos juristas internacionales, se encuentra Michael René Pardue, un recluso de la prisión de Springville, de 42 años. Su caso es aún más dramático que el de "El fugitivo" Richard Kimble, que inspiró una serie de televisión en la época del blanco y negro y recientemente un largometraje protagonizado por Harrison Ford. Pardue está condenado a cadena perpetua por haber intentado fugarse tres veces de otros tantos centros penitenciarios en los que estaba recluido como autor de unos asesinatos de los que luego fue completamente exonerado. Así, como suena. Alabama, como otras partes de EE.UU., tiene una ley denominada en inglés, a partir de una expresión beisbolística, "Three strikes and you are out"; o sea, al cabo de tres delitos --y fugarse de una prisión lo es-- ya no cabe posibilidad de redención. Pardue argumenta sin éxito que si intentó escaparse tres veces es porque era inocente de los delitos por los cuales estaba encarcelado. Pardue, sentenció el Supremo de Alabama el pasado año, fue condenado injustamente en 1973 a cadena perpetua a partir exclusivamente de una confesión arrancada bajo torturas por un policía local célebre por sus patillas a lo Elvis Presley, sus botas de cuero y sus métodos brutales. Interrogado sin descanso durante tres días, habiendo recibido brutales palizas que dejaron huellas certificadas luego por los médicos forenses, amenazado con la "ley de fugas" y sin ver jamás a un abogado, Pardue confesó ser el autor de tres asesinatos con arma de fuego recién cometidos en la bahía de Mobile. No hubo pruebas adicionales en el juicio. Ni arma del crimen, ni huellas dactilares, ni rastros de sangre, ni testigos directos. Pero la confesión, de la que Pardue se retractó desde que salió de la comisaría, bastó para que el acusado fuera condenado a cadena perpetua. Tenía 17 años y era un marginado, el hijo de un padre alcohólico que había matado de un disparo a su madre; un chico que se había encaminado por una senda de trabajos temporales, pequeños delitos y juergas excesivas. La policía local lo había utilizado para vaciar el archivo de casos pendientes. Escaparse como El Fugitivo para probar su inocencia se convirtió en la obsesión de Pardue, según acaba de relatar a Rick Bragg, un reportero de The New York Times. En 1977, transferido desde una durísima penitenciaría de trabajos forzados a un centro menos rígido, se le presentó la primera oportunidad. Logró fugarse, pero sólo para ser capturado tres días después. Un año más tarde vino el segundo intento, esta vez más complejo. Tras escuchar que uno podía fingir un ataque de apendicitis bebiendo mucha agua y reteniéndola, Pardue logró ser enviado al hospital de la Universidad del sur de Alabama. Allí fue operado --"ya no tengo apéndice", le dijo a Bragg-- y despertó en el lecho de un cuarto hospitalario, bajo la vigilancia de un policía que dormía. Se escapó otra vez y fue apresado al cabo de una semana, en Texas. Pardue se casó luego en prisión con Becky, una chica de Mobile con la que sostenía un intercambio epistolar, tuvo un comportamiento carcelario ejemplar y pareció resignarse a seguir privado de libertad mientras sus declaraciones de inocencia continuaban su largo y tortuoso camino por el sistema legal norteamericano. Pero en 1987, amenazado por la posibilidad de ser ingresado de nuevo en un centro de máxima seguridad, se largó otra vez, ahora a lomo de un caballo que estaba domando en la granja de la prisión. Dos días después fue capturado, sin que ofreciera resistencia. El reconocimiento por parte del Supremo de Alabama de la inocencia de Pardue en el triple asesinato de comienzos de los años setenta llegó el pasado año, pero tarde. Tenía ya una segunda condena a cadena perpetua por los tres intentos de fuga.
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