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Por Juan Sasturain, desde París Para hablar del partido hay que hablar del contexto, la construcción pormenorizada del espectáculo. Porque hubo continuidad de tiempos --lo que pasó antes fue parecido a lo que pasó durante y después-- y hubo continuidad de espacios --lo que pasaba afuera no era demasiado distinto de lo que pasó adentro de la cancha--. Así, antes de empezar lo silbaron a Havelange y Chirac se cuidó de hablar mucho: dio el corto puntapié verbal y escondió la voz. Los hombres del poder la hicieron sabiamente breve después de tanta ceremonia previa y fiesta previa y eliminatoria previa: eran conscientes de que el Mundial parecía ser que era algo que alguna vez iba a empezar y que no empezaba nunca. Enseguida La Marsellesa sonó convincente, el himno brasileño sonó con más voces y el escocés fue casi una canción de las que hacen hamacar los brazos extendidos hacia arriba en los recitales: nada de puños al aire ni "el que no salta", aunque los queribles muchachos de la pollerita plisada fueron los que desde un ángulo del Stade más barullo pusieron de fondo a la ceremonia. Ese era el clima inicial, y la pareja de bastoneros que se alternó a dos voces para aleccionar e informar a la multitud puso el énfasis en la preservación de la armonía dentro y fuera de la cancha. Calma, por sobre todo. Seguridad sin ostentación de aseguradores: no había un solo policía uniformado dentro de una cancha sin alambrado olímpico, con sólo una valla baja separando a la gente del campo de juego. Y las diez docenas de mirones (que para eso estaban, vestidos de rojo cada uno en su banquito de cara a la tribuna) sólo miraban. Fueron los únicos que no vieron el partido. Y eran ochenta mil. Sin tensión. Y algo de eso hubo: un partido sin presión exterior hacia adentro y sin electricidad de adentro hacia afuera. Un ejemplo: en determinado momento del segundo tiempo, con el marcador empatado, era tal la calma en ese estadio repleto que se escuchó claramente un grito de advertencia de Leonardo a su defensa, como si fuera en partido de tribunas semivacías. Semivacío o, mejor: semilleno. Ese fue el efecto que dejó Brasil. Algo puede estar semilleno porque no produce lo suficiente para llenar o porque por algún lado pierde. Y a este Brasil le pasa un poco de las dos cosas. Arrancó con todo (incluso con un gol tempranero y de hombro) y, parado en campo escocés, pudo definir ahí, en la primera mitad del primer tiempo, porque a pesar de la mala tarde de Giovanni --no le salió una-- y de la imprecisión e inestabilidad de Bebeto --que intentó siempre, igual-- la claridad de Rivaldo, el mejor de la cancha por entonces, y la electricidad de Ronaldo alcanzaban. La buena pegada de Dunga para cambiar de frente y alternar cortas y largas contrastaba con la opacidad de sus dos laderos; los laterales quisieron subir (hubo un gran remate de Roberto Carlos) pero los azules trepaban bien por los costados y no era cuestión de regalar la espalda con Junior Baiano y Aldair de hombros distraídos. Ahí estuvo la cuestión tal vez, y no es nueva: los dos grandotes centrales, lujosos a veces, elegantes y dúctiles para salir jugando, no ofrecen (nunca ofrecieron) garantías. Así, con tres en el fondo más cinco en el medio, que a veces se convertían en dos líneas de cuatro, los prolijos escoceses dividieron la pelota. Cuando tuvieron un poco de paciencia para circular antes de tirar el pelotazo con tiempo y distancia para los de arriba empezaran los problemas brasileños. El durísimo Durie, que puso (se tendría que haber ido) y obligó siempre y el goleador Gallacher los supieron apurar con muy pocas ideas. Y el partido se emparejó sin ser dos equipos parejos. Y el empate llegó a la manera escocesa y con complicidad brasileña. Zagallo cambió bien: Leonardo no hizo mucho pero sí más que Giovanni; y Denilson jugó menos de media hora impecable, muy prometedora, al nivel excelente que tuvo en Copa América. Hizo algunas cosas de maravilla. Con eso, la decisión de pararse un poco más adelante, la convicción para jugar y la jerarquía de algunos, más una carambola sobre piso de billar (como apuntó un campañero) alcanzó para el triunfo de Brasil. Sin excesos, sin batucada, con el prolijo saludo de los 22 buenos alumnos de la gran familia FIFA despidiéndose con un "hasta mañana, saludos, suerte" y un beso en el centro de la cancha. Tudo bem. Si hasta parece en serio que se trata de una fiesta.
L'AMOUR FOOT Por J. S. desde París El conductor dice "merde" y clava los frenos un par de metros delante de los desaforados escoceses que celebran antes, por si acaso, desde hace dos días por lo menos. Los muchachos de pollerita no se inmutan y siguen contribuyendo a los gritos al desorden general. A las tres de la mañana, les Champs Elysées y alrededores parecen lo que ha quedado de un simulacro light de las batallas de Mayo '68, treinta años después. En lugar de adoquines dispersos, los bulevares mojados están sembrados de millones de latas de gaseosa abandonadas por la multitud que se acercó a ver la gigantesca función de títeres de la Fête du Foot. Las vallas, hasta poco después de medianoche herméticamente acopladas para canalizar las evoluciones de los miles de figurantes, ahora tienen brechas por las que se filtran los sobrevivientes del festejo a tomar posesión de la calle. La noticia de la detención de Videla ha llegado al filo de la medianoche a París y ahora el cronista acompaña al corresponsal del diario en la búsqueda del Menem perdido o de cualquiera que dé la cara. Pero no es fácil llegar con las avenidas cortadas al lujoso hotel del Presidente y su comitiva. Porque además hay animales sueltos en el camino. El conductor del taxi vuelve a putear en francés contra el Mundial y la invasión extranjera en general y después de buscar un acceso que resulta una vez más infructuoso los deja cerca pero no tanto: --Voy a intentar aunque sea despertar a alguien --dice el abnegado corresponsal. El cronista lo felicita, se despide y opta por irse a dormir. Enseguida comprende que no será fácil. Flagrantes de prejuicio y escarmentados por algunos golpes de botellas en el capot, los taxis huyen de las bandas gaiteras y de cualquier peatón con acento extranjero. Como si fueran fugitivos de un zoológico o de un circo fantástico incendiado y disperso, hombres-árboles, mujeres peces y extraños insectos semimutilados pero veloces sobre sus rollers se resisten a sacarse los disfraces y beben en las esquinas, esperan buses que ya no pasarán. Cuando el cronista ya se resigna a caminar treinta cuadras sin garantía de encontrar el hotel donde supone que lo había dejado a la mañana, la cabeza de un alienígena --una especie de muñequito Sugus pero plateado y de ojos cual ranuras orientales-- asoma con esfuerzo por la ventanilla trasera de un taxi y le hace gestos, le grita: --¿Para dónde va? --y la voz no suena metálica ni a doblaje de Star Trek sino absolutamente castiza. --Al Arco de Triunfo, o por ahí. --Suba. Lo llevo. El hombre --la voz es joven-- no se saca la máscara para presentarse: --Antonio Lopéz... López, bah --dice extendiendo una mano de tres dedos tan plateados como el resto--. Soy gallego pero vivo en Francia hace cinco años. Tengo parientes en Argentina --y le señala la credencial por la que lo ha identificado. El cronista le agradece la cortesía de llevarlo y se queda un poco cortado. --¿Qué tal la fiesta? --dice finalmente. Lopéz o López bambolea la cabeza en gesto de más o menos. --Oye, y si no me saco esta cosa es porque quiero sorprender a mi chaval en casa. Y si me lo saco no sé si podré ponérmelo de nuevo, sabes... --aclara el extraterrestre. El cronista sonríe y, cuando va a preguntar algo, es Lopéz el que quiere saber de la Argentina. --Videla está preso --informa el cronista casi por reflejo. Y aunque no dice nada, el pulgar plateado del alienígena se yergue hacia arriba, asiente con la cabezota plateada. Mientras recorren las avenidas mojadas de la madrugada, el cronista siente que podrá contar que la noche de la Fiesta del Fútbol en la Place de la Concorde en París, la noche en que el dictador Videla, veinte años después de su Mundial sangriento volvió a la cárcel, esa noche un extraterrestre lo llevó de vuelta al hotel.
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