CITA EN BORDEAUX
Por Juan Sasturain
La
campiña francesa no es un estático paisaje de polígonos verdes sabiamente equilibrados
en tono y tamaño por Cézanne. Es una serie de sucesivos posters adosados perfectamente a
las ventanillas del compartimiento. El cronista, mal dormido, cabeceando, disfruta poco
del tren bala y de las bellezas apuradísimos siempre al sur. Ahora es cerca de mediodía
y falta poco para llegar a Bordeaux, pero la madrugada se ha prolongado lluviosa y
múltiple en París después de que el partido inaugural en el Stade de France terminara
con lluvia. El regreso en Metro al centro de prensa en la Porte de Versailles se ha hecho
lento, dilatadísimo, entre brasileños y escoceses mojados, entreverados, exhaustos de
emociones. Todo se ha retrasado desde entonces y cuando el cronista apretó el último
"enter" contando grandezas y rengueras de Brasil, el momento de echarse a dormir
se había acercado demasiado a la hora de levantarse para ir a esperar a Argentina a
Toulouse. Por eso ahora cabecea, se lamenta entre sueños de no poderle dar más bola al
paisaje mientras el tren bala corre silencioso como si no tuviera rieles al sur al sur al
sur al sur...
Pero el compartimiento está lleno, hay ruidos, gente que se mueve. La
mayoría no va a ver partidos de fútbol al final del recorrido. Son familias que regresan
a Bordeaux desde la capital, hombres de negocios que han elegido el tren superveloz para
ir y volver a la ciudad de Gardel en el día. Sin embargo hay también comprometidos con
el Mundial, por el trabajo o por el afecto, o por las dos cosas, que corren contra reloj a
ver los matches del Grupo B que se juegan en unas horas. Al cronista le gustaría ver
Chile-Italia, pero el azar de la programación lo lleva hasta Toulouse: verá
Camerún-Austria, no sabe aún cómo se helará, se enojará (futbolísticamente hablando,
claro), se clavará en suma. Descubre a un par de periodistas de radio chilenos --lo lee
en las credenciales-- y aprovecha, se levanta para preguntarles cómo jugarán en el
medio, si estará Estay de enganche, esas cosas. Confirman todo que sí y se tienen fe.
Bien por ellos, piensa el cronista, que en unas horas celebrarán los goles de Salas como
propios. Aunque no tan así.
Porque cuando vuelve a su asiento dispuesto a no dormirse más,
enfrente, en el único lugar libre, está sentada ella. Tendrá algo más de veinte años,
el pelo largo y negro, muchísima, alevosa ansiedad. Cuando el cronista se sienta, ella le
clava la mirada no en los ojos --qué va-- sino en el pecho identificatorio. Y de pronto
la vida le sonríe:
--¿Sos periodista?-- pregunta con la única voz que podría tener con
ese pelo.
El cronista asiente y no se sorprende: era argentina antes de empezar a
hablar.
--Vas a ver Argentina-Italia-- ella afirma y sigue, no lo deja
rectificar--: ¿Juega Baggio?
El cronista se pone levemente canchero o más sutilmente sádico ante
su ansiedad y dice:
--¿Qué Baggio? Hay varios Baggio.
--Roby, claro.
Y lo dice de una manera que no hay otro que Roby para ella.
--Soy la novia-- se define antes de decir su nombre --Dolores-- y tiene
la mano muy fría.
No hay mucho que decir en una situación así y el cronista sabe de su
cobardía para afrontarlas. Inmediatamente después de soltar la mano fría y apenas antes
de usar el libro de Murena para esconderse, se oye formular la pregunta más estúpida del
mundo, lejos:
--¿Hace mucho?
--Dos años-- dice Dolores.
--Ah.
--Nos vemos poco, claro: cuatro veces, hasta ahora, cuando él va a
Argentina-- dice ella ligerito--. Pero le prometí que iba a venir. Es una sorpresa.
--Me imagino.
Al cronista le gustan las mujeres. En general, mucho más que los
hombres. Lo que dicen, cómo funcionan, cómo son. Y las mujeres jóvenes, y las nenas. El
cronista tiene una nena que se llama Dolores.
--No le avisaste.
Dolores no le avisó a Roby, no tiene entrada para ver el partido, no
sabe dónde va a parar pero todo se va a arreglar.
--Claro-- dice el cronista y se acuerda de Truffaut, de Adéle H
y de la Adjani, tan frágil la Adjani.
El tren va disminuyendo levemente la velocidad, se aproxima a Bordeaux
y, mientras Dolores sigue contando lo suyo, el cronista se sorprende sin escucharla y
razonando como un miserable: esta mina va a terminar mangándolo.
--¿Te puedo pedir una cosa?
Ahí está.
--Si lo llegás a ver, en el vestuario o en la conferencia de prensa
esa que hacen... No le digas que vine. Tiene que ser una sorpresa.
El cronista asiente, se confirma como una basura.
Cuando ella finalmente se baja en Bordeaux como quien se tira a una
pileta del trampolín más alto, con sólo esa mochilita de nena, el cronista le pega un
grito, le deja de apuro el teléfono de su hotel en Toulouse y mientras la pierde vista,
desde ese mismo momento empieza a esperar que llame. |