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Feinmann partía de la base, en la nota, de que en el universo progre es políticamente correcto defender a los travestis y subestimar a los vecinos, tan preocupados ellos por el valor de sus propiedades y el qué decirles a sus niños sobre esos hombres vestidos de mujeres que comercian sexo en las veredas. No deja de ser cierto, pero el uso de la expresión políticamente correcto está provocando cierto acelerado hartazgo, por lo menos en quien esto escribe, ya que sirve para sobreentender lo que no tiene por qué darse por sobreentendido, y porque es excusa para que intelectuales como Feinmann comiencen a ensayar otro estilo de transgresiones (acaso mejor pintarrajeadas que las caras de los travestis) y a inaugurar una nueva suerte de valentía ocasional, que consistiría, precisamente, en sostener lo políticamente incorrecto. Pues bien: las aseveraciones soft-fascistas de Boogie no son tan difíciles de refutar, sea esto políticamente correcto o incorrecto (táchese lo que no corresponda). Los travestis son hombres vestidos de mujeres, y ése es su estar y su ser. Puede que un transexual no operado anhele ser una mujer, pero un travesti es un hombre vestido de mujer y punto. Es él o ella, como prefiera, y es ese estado indefinido el que le da entidad sexual. Que esa ambigüedad plantee un enigma a todos aquellos que somos mujeres u hombres, que ese cuerpo de un género que simula ser de otro perturbe hasta la estupidez a quienes miran desde la ventana no sólo esos cuerpos travestidos --eso sería lo de menos-- sino el deseo que esos cuerpos en oferta provocan en otros cuerpos de géneros aparentemente definidos, es otro asunto. Habría entonces que agarrar la papa caliente que nos tiran los travestis y preguntarnos qué nos pasa con ellos, que nos repugnan tanto (digo, si nos repugnaran, como parece que les sucede a algunos), pero teniendo bien presente que la repugnancia es nuestra. Queda claro que este hecho ("que no son hombres ni mujeres, que viven en el mundo de la apariencia y no en el del ser") es profundamente inquietante para Boogie-Feinmann, pero lo inexplicable es que se circunscriba ese mundo de la apariencia al de esos chicos desharrapados y vulnerables que deambulan por la calle Godoy Cruz, cuando son ellos los que exhiben con más transparencia su doble hoja, su zozobra de género, su certeza de no ser ni una ni otra cosa, ni hombres ni mujeres, sino un poco de cada cosa. En el mundo de la apariencia, en todo caso, viven los señores y señoras que contratan sus servicios. Y hasta los vecinos --y los escritores-- que parecen querer obligar a la realidad a ajustarse a sus propios cánones de moralidad, sexualidad y régimen de deseo. Donde Boogie o Feinmann ven lumpenaje triste y autodestrucción sin grandeza, también puede verse, sencillamente y a modo de refutación, naturaleza humana. Una naturaleza humana más compleja, sensible y real que la que en su momento imaginaron los que pensaron en un hombre nuevo. En aquel viejo sueño, hoy demodée, faltó incluir a la mujer nueva, al transexual nuevo, al travesti nuevo. Es una pena que algunos de los que tuvieron ese sueño lo hayan soñado tan miserablemente estrecho. |