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Por James Neilson En la Argentina, la justicia es una pasión multitudinaria, pero son pocos los que sienten respeto por la ley. Que sería justo que Jorge Rafael Videla pasara el resto de su vida en un calabozo es innegable, pero ¿sería legal? Con toda probabilidad, la respuesta es no, pero muchos prefieren minimizar este inconveniente. Quieren que en esta ocasión por lo menos el Gobierno y los jueces olviden los detalles jurídicos para que el ex dictador sea debidamente castigado por las decenas de miles de crímenes que su gestión instigó. Tal actitud es comprensible, pero también es muy peligrosa. Buena parte de los desastres que se han abatido sobre la Argentina en su aún breve existencia ha sido fruto de la voluntad generalizada de subordinar la legalidad a lo que algunos o muchos creen justo, y a juzgar por lo que está ocurriendo en la actualidad no hay ninguna garantía de que el frágil Estado de derecho existente no esté por ser reemplazado nuevamente por un siniestro simulacro populista. El más interesado en destruir lo que queda del respeto por la ley es, cuando no, el presidente Carlos Menem, mandatario cuyos incondicionales se las han arreglado para hacer del Poder Judicial una rama más de su régimen tanto para permitir que éste se perpetúe más allá de los límites cronológicos preestablecidos, como para proteger a dirigentes que son amenazados por juicios por enriquecimiento ilícito. En un país en el que la gente antepusiera la legalidad a conceptos más subjetivos de la justicia, la posibilidad de que la segunda reelección prosperara sería nula. En cambio, en uno en el que todo dependiera de lo que a los poderosos de turno les parece "justo" en un momento determinado, no resultaría nada fácil frustrar los esfuerzos por subvertir la Constitución de las esperpénticas huestes menemistas. Desde el punto de vista de estos personajes, la detención de Videla ha sido una jugada maestra. No les importa para nada el hecho de que sea un asesino --al fin y al cabo, el Jefe lo indultó sin otro motivo que el de congraciarse con una parte de la corporación militar--, sino que con Videla entre rejas la Alianza enfrenta un dilema sumamente desagradable: si protesta contra lo que considera una maniobra, parecerá como si defendiera a un individuo odioso; si celebra el encarcelamiento sin preocuparse por los pretextos, cohonestará la paralegalidad, colaborando así con la ofensiva que han emprendido tantos oficialistas contra la idea misma de que sea necesario que todos, sin excepción alguna, obedezcan a rajatabla las reglas formales.
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