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EL CULPABLE NÚMERO UNO


Por Miguel Bonasso

t.gif (67 bytes)  Claudio Uriarte escribió ayer en estas páginas que Jorge Rafael Videla "fue el dictador con menos poder de la historia argentina" y fundamentó su tesis en los siguientes argumentos: el desplazamiento que padeció el general en 1975, cuando lo pusieron en situación de disponibilidad para entronizar a oficiales mejor relacionados con el gobierno peronista, en una presunta ausencia de ambiciones, en una aparente indiferencia hacia "proyecto político alguno" y, por sobre todas estas consideraciones, una falta de carácter --rayana en lo pusilánime-- que lo hizo aceptar una presunta partición del poder entre las armas del 33 por ciento para cada una. Creo que esta descripción, que pone el acento en lo psicológico y relega a un segundo plano a las grandes fuerzas sociales y políticas en juego, podría ser involuntariamente dañina en esta coyuntura, en la que algunos defensores vergonzantes del Proceso sostienen, como el editorialista de La Nación, que Videla aún estaría aguardando "el juicio de la historia". Tanto en términos éticos, como jurídicos y políticos, hay distintos grados de responsabilidad en el terrorismo de Estado que se perpetró en Argentina y Videla es el culpable número uno, con prescindencia de que efectivamente fuera un pelotudo, como quería Massera. Esto es así por varias razones: 1) Videla se preparó, tanto en el país como en Washington, para llegar a las máximas jerarquías del Ejército que en aquella Argentina militarizada, incluía, al final del escalafón castrense, la presidencia de la República. 2) No se puede inferir que careciera de proyecto político porque sólo militó "en el insípido Movimiento Familiar Cristiano". Al cabo, fue conducción en un partido mucho más poderoso que defendía el status conservador: el Partido Militar. Dentro del cual activaba notoriamente en la llamada "corriente liberal", junto a su ideólogo y sucesor, Roberto Viola. Por eso estuvo fugazmente desplazado por los sectores "isabelinos" hasta que su sector, que era el hegemónico, reestableció la correlación de fuerzas histórica y decidió el asalto al poder. 3) Tanto le interesaba la manija que se resistió a retirarse como comandante en jefe todo lo que pudo. 4) La repartición de poder en un 33 por ciento entre las armas fue más formal que real y derivó en una necesidad fundamental del llamado Proceso: comprometer por igual a todas las fuerzas en una represión y un cambio estructural sin precedentes. 5) Entre 1976 y 1979 (fecha del frustrado alzamiento de Menéndez) no hubo fragmentación del Estado ni feudalización del poder entre los señores de la guerra. Hubo un primer ministro económico, Martínez de Hoz, que impuso al Estado y la sociedad el plan pactado con Videla y Viola. Al margen de las rivalidades entre jefes, que han existido siempre, aún en regímenes como el nazi, es indudable que el terrorismo de Estado y una de sus macabras consecuencias, el robo de niños, fue ejecutado por una cadena de mandos conducida por el viejito de Caseros. En cuya mirada, por cierto, no percibo la satisfacción de sentirse mártir cristiano, sino el odio y la impotencia del que alguna vez fue dueño de la vida y la muerte de los argentinos.



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