"Ar-gen-tina... Ar-gen-tina", grita uno desde una
de los extremos del Puente de Avignon para que lo escuchen sus amigos desde la otra punta,
a casi cincuenta metros, cuando descubre a la parejita de japoneses que hacen lo
previsible: sacarse una foto. Indiferentes, los nipones no escuchan o hacen que no
escuchan y siguen en lo suyo: ahora posa él. Clic, clic y mientras tanto, no hablan,
susurran. Sobre el puente de Avignon, todos gritan, todos gritan... todos gritan en
español.
--Che, Cholo, hay que mear desde acá arriba del puente porque si vas
al baño de abajo te cobran dos francos, te cobran.
--Dos francos para mear, ¿pero qué se creen estos turros? Está bien
que el puente es del tiempo de María Castaña, pero eso no les da derecho.
Pasa una manada de alemanes, un guía francés explica en voz normal a
un grupo reducido de estudiantes:
--La leyenda narra que el joven pastor Benezet, inspirado en una
visión milagrosa, dio origen a la construcción del puente. Para justificar su misión,
traslada una piedra enorme y la instala en el lugar donde el puente...
--¿Vos garpaste para entrar? --grita otro querido compatriota.
--Claro, quince francos --responde la mujer.
--¡Qué boluda!, quince francos son tres, seis, tres por cinco... casi
tres dólares. ¿Por qué no te colaste coomo hice yo? --la regaña en el mismo momento en
que un portero le reclama el ticket que corresponde y los estudiantes franceses agachan la
cabeza con vergüenza sin dejar de escuchar a su guía:
--...la canción, de autor anónimo, decía en su origen "bajo el
puente de Avignon", y no "sobre el puente de Avignon, todos danzan, todos
danzan".
--Excusi, une foté, con muá --propone un muchacho con camiseta de
Francia a una rubiecita del grupo que sonríe sin entender ni medio.
--Estas francesas son unas amargas --dice el amigo del de la camiseta
azul que venía recorriendo el mismo itinerario que los enviados de Página/12:
Toulouse, Carcassone (con foto incluida en el castillo de las etiquetas del vino), veloz
carrera en la autorruta para llegar a tiempo
a Lyon para ver el partido de Colombia y Rumania.
Al pie del puente, en una construcción del siglo XII, debajo de un
árbol ("no te hace acordar al patio de Doña Paula Albarracín, hermano"),
tomando un vasito de beaujolais, más queridos compatriotas. Gritan de fútbol, discuten,
uno vocifera que el equipo jugó fenómeno, otro que fue un desastre, un tercero pide
cambios urgentes para el partido contra Jamaica y un cuarto se pelea con el mozo porque no
lo atiende todo lo rápido que él espera.
Un rato después hablarán de plata, de lo caro que está todo,
criticarán a los franceses que no ponen buena voluntad para entenderlos cuando hablan,
sacarán apresuradas y muy poco científicas conclusiones de todo, se admirarán en la
ruta porque los tipos no dejan ni un centímetro sin sembrar, reflexionarán que como la
carne argentina no hay, dirán que en la autorruta te pasan como si estuvieras parado y
tarde o temprano, en algún momento, volverán al fútbol.
En Carcassone o en Avignon, en la ruta o el avión, andan por el
Mundial dejando los mojones de lo que Jauretche llamó magistralmente zonceras.
--"Vamos, vamos Argentina...".
PASIONES
Por J. S.
Desde Toulouse
En la mañana del lunes, el cronista y sus compañeros se despedían
con pena de La Garonne y su alrededores. Toulouse había dejado de ser una sede ocasional
para convertirse en lugar a secas. La ciudad --cumplido su papel ocasional de escenario de
un episodio la Copa del Mundo-- estaba literalmente ocupada en sus labores. Recuperado el
ritmo del trabajo, barridos los excesos que hasta la madrugada habían saturado de cerveza
y fervores tangueros la plaza del Le Capitole con el grupo de Mosalini, como testimonio de
que allí había habido pasión y drama, los últimos japoneses deambulaban por las
callejuelas de la zona vieja y hermosa de Toulouse como si hubieran perdido algo además
del partido. La fotografía a múltiples columnas de Batistuta con esa boca abierta para
tragarse todo el aire y gritarse todo el gol los perseguía desde todas las portadas de
diario y desde cada kiosco.
El cronista acepta, porque le gusta la idea, que había un japonés,
hasta esa madrugada que, según las malas lenguas criollas, se la bancaba aún en la
tribuna con su banderita y se obstinaba en repetir las consignas que le había inculcado
un programado bastonero: como a los resistentes de los últimos atolones del Pacífico en
el tiempo suplementario de la Segunda Guerra Mundial, se dice que tuvieron que desalojarlo
con el cuidado con que se operan dos hermanos gemelos: el ponja y la pasión. Y
sobrevivió.
La pasión es el tema entre croissants finales. Hay quien, en el grupo,
a partir de la humillante comprobación de que la legión argentina fue derrotada en
número y calidad por los programados orientales en el combate por la supremacía sonora
en el aire del estadio, establece una pauta de evaluación basada en valores constantes y
relativos: las invariables serían el número (veinte mil es más que siete mil) y la
pasión comprobada (la disposición categórica a saltar y gritar como síntomas
inequívocos); las variables, las condiciones objetivas que sería necesario superar para
poder acceder a la posición de hincha en acción: el dinero a invertir, la distancia a
sortear, otros obstáculos. La conclusión general es que los japoneses --a paridad de los
valores invariables: cantidad de hinchas, el mismo fervor-- estaban en condiciones más
ventajosas para afrontar las distintas variables. Y que allí sacaron la cabeza y la voz. |
|