La preocupación de la Iglesia por el hambre y la pobreza, expresada últimamente por varios obispos, fue reiterada durante la misa de Corpus Christi, en Plaza de Mayo, por el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, quien --acompañado por Fernando de la Rúa, que portaba el "Estandarte del Señor" junto a la Archicofradía del Santísimo Sacramento, seminaristas y doscientos sacerdotes-- instó a la población a dar de comer a los carenciados. Puede ser oportuno recordar las diversas funciones que juega el hambre en Occidente desde que es creado por Dios cuando, luego del fracaso de la Creación, le dice a Adán: "Maldita será la tierra por causa tuya, con dolor comerás de ella todos lo días de tu vida". Al hambre original, que nace para castigar el pecado original, el Padre agrega más tarde hambres adicionales para punir nuevas faltas. En el Deuteronomio Dios amenaza a quienes violen sus mandamientos con tales privaciones que la mujer más tímida y delicada se comerá a sus hijos escondida del marido para no compartirlos. En Isaías advierte a quienes lo abandonen por otros dioses, que terminarán comiendo la carne de sus propias manos y brazos.La preocupación de la Iglesia permite suponer que los dioses sienten predilección por los pobres, es decir, que viven la contradicción de simpatizar con las víctimas del mal que sembraron, pero la realidad muestra lo contrario: los predilectos parecen ser los ricos, pues cuanto más ricos más libres son de los castigos que acompañan a la pobreza. La indiferencia de Dios frente a la miseria se manifiesta en los exterminios que jalonan los libros sagrados. En el diluvio no se encuentra parcialidad alguna de Yahvé hacia los pobres, pues mueren ahogados todos ellos y el único que se salva es el poderoso Noé, tan poderoso que puede fletar un navío de tres plantas, trescientos codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto. Según cuentan las Sagradas Escrituras, no se exceptuó a los pobres cuando Dios mató a veinticuatro mil judíos por copular con las muchachas madianitas en Sittim; ni se los sacó de Sodoma y Gomorra antes de quemar esas ciudades acusadas de practicar sexo alternativo. Entre los primogénitos egipcios, víctimas del ángel exterminador, no se hace diferencia entre pobres y ricos: cayeron allí, según el Exodo, desde el hijo del Faraón hasta el del esclavo. Y en el Apocalipsis --donde el hambre aparece montado sobre un caballo negro-- la división entre salvados y condenados no se hará entre quienes posean y no posean bienes, sino entre impíos y probos. Dios suele disgustarse y castigar a quienes protesten por carencia de víveres. Así sucedió con seguidores de Moisés en el desierto, ejecutados en Kibroth-hattaavah porque se lamentaban por la falta de carne añorando el "pescado que comíamos gratis en Egipto, y los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos"; o con quienes Moisés escuchó criticar la falta de pan y al insípido maná llovido del cielo, que fueron diezmados por "serpientes ardientes que mordían al pueblo". En el Nuevo Testamento la situación de los pobres empeora, por lo menos en este mundo, pues Jesús --quien asegura que pobres habrá siempre-- no sólo no combate la pobreza sino que la alienta: en las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña anuncia que menesterosos y hambrientos son afortunados porque pobreza y hambre en la Tierra aseguran felicidad eterna en el Cielo. Incita además a no trabajar y dice, según Mateo, que en lugar de preocuparse por comer, beber y vestir, debemos buscar el reino de Dios donde todo será solucionado. En apoyo del ocio recurre al ejemplo de las aves del cielo que comen aunque "no siembran ni siegan", y de los lirios del campo que se visten aunque "no trabajan ni hilan". Esta iniciativa del Hijo contra el trabajo contradice los planes del Padre, que nos condenó a trabajar para comer, y modifica el propósito que éste persigue con hambre y miseria: un castigo para el hombre mortal se trasforma en mérito para gozar la inmortalidad. De ser ciertas las ideas que las Sagradas Escrituras atribuyen a sus
dioses sobre la función del hambre, las gestiones de la Iglesia para mitigar lo
interfieren en los planes divinos y la enfrentan no sólo al Padre que lo creó --y que lo
administra como arma de su justicia--, sino también al Hijo, pues junto al hambre
mitigado se van promesas que recibió el hambriento de llegar al Cielo para allí
contemplar eternamente el rostro del Dios que lo inventó. |