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Seguramente estimulado por el éxito de su anterior Tom & Viv, el británico Brian Gilbert vuelve a acometer una nueva "biografía literaria cinematográfica" de un alto nombre de la literatura en lengua inglesa. Luego de T. S. Eliot, le toca el turno a Oscar Wilde. Si en aquélla el autor de La tierra baldía era mostrado poco menos que como victimario de quienes lo rodeaban, aquí Wilde es visto como víctima de la moral victoriana. Que sin duda lo fue: allí está, por si quedara alguna duda, el juicio moral al que es sometido por la "gente de bien", el escarnio público y encarcelamiento en la prisión de Reading, luego de lo cual ya nunca volvería a ser el mismo. Luego de una desconcertante escena de créditos --en la que el autor de El retrato de Dorian Gray, emblema europeo y mundano si los hay, alterna con unos rudos mineros en medio del Oeste norteamericano--, Wilde se instalará para siempre en su hábitat de lujosos interiores y cenáculos londinenses, donde despliega su carisma acerado y a veces acerbo. "Necesito público", explica a una amiga de sociedad para justificar su inminente casamiento con la bella y paciente Constance. Con la aparición del efebo Robbie Ross, ese matrimonio se volverá triángulo, en permanente estado de inestabilidad. Cuando, tras el estreno de El abanico de Lady Windemere, Wilde resulte poco menos que hechizado por la presencia insolentemente sexy de Lord Alfred Douglas (Jude Law, de sorprendente versatilidad luego de Shopping y Gattaca), esa inestabilidad se hará definitiva. Basada en la más respetada biografía del escritor --la escrita por Richard Ellmann--, Wilde tiene el innegable mérito de no hacer de su héroe un extenuante productor de brillantes aforismos. Aunque también el demérito de no dar pruebas de su genio literario. El espectador apenas entrevé que las obras de teatro escritas por Wilde (El abanico de Lady Windermere, La importancia de llamarse Ernesto) son sumamente populares para los miembros de la snob-elite londinense de la época. Y sumamente irritativas para los miembros de la aristocracia, emblematizados aquí por una insidiosa amiga de Constance. El guión de Julian Mitchell muestra a un Wilde dividido entre el hogar y las frecuentes excursiones fuera de casa, donde se entrega a su pasión por "Bosie" Douglas y otros muchachitos de alquiler. La elección de uno de sus poco conocidos cuentos para niños ("El gigante egoísta") como hilo conductor del relato en off, sirve para reforzar su condición de padre asumido, en contra del estereotipo de frívolo y alocado. El relato de Wilde avanza a fuerza de corrección, sin los
excesos decorativos que suelen poblar el género "cine inglés de época", y
apoyado en excelentes actuaciones, desde el protagonista Stephen Fry hasta el último
nombre del elenco (pasando, obviamente, por Vanessa Redgrave, nombre puesto en esta clase
de películas). Pero también sin riesgos de ninguna índole. Wilde aspira a
reivindicar a su héroe, víctima notoria del conservadurismo, pero, paradójicamente, lo
hace apelando al más estricto conservadurismo cinematográfico. Como suele ocurrir en
esta clase de biografías cinematográficas, contar una historia parecería consistir
aquí en seguir, sin tropiezos, una línea de puntos que precede al film. Y que va desde
la vida de un personaje famoso, pasando por el respetable libro que la documenta, para
culminar en las imágenes que la ilustran. Ilustración en la que todo parece escrito
antes de dar cámara y nada queda del provocador ingenio de Oscar Wilde.
"SECRETO DE SANGRE", DE JONATHAN
DARBY
Se supone que hay cierto potencial de estrella detrás de la elegante displicencia con que la rubia Gwyneth Paltrow roza la superficie de la pantalla, en las maneras suaves y distantes que la acercan más a una top-model que a una actriz. Pero sucede que, a excepción de Emma --donde su figura se acercaba bastante a lo que pedía la novela de Jane Austen-- la promocionada ex de Brad Pitt pareciera elegir para su carrera los peores proyectos que puedan circular en Hollywood y alrededores. Esta suerte de autoinmolación que practica Miss Paltrow ya tuvo su primer ejemplo esta misma temporada con Grandes ilusiones, la versión tropi-kitsch de la novela de Dickens, donde ella tuvo el raro privilegio de protagonizar uno de los auténticos mamarrachos del año. Y ahora, apenas un par de meses después, llega este Secreto de sangre, que ni siquiera tiene a su favor los desbordes que con el tiempo seguramente harán de aquel remedo dickensiano un clásico del mal gusto. Aquí en Secreto de sangre, la Paltrow hace de una niña bien de Nueva York (¿qué otra cosa si no?) que cree haber encontrado al hombre de su vida, un muchacho adorable y virtuoso, con el que no tarda en casarse y compartir con él una imponente granja en la campiña de Kentucky. Lo que no tiene muy en claro la chica es que con el novio también viene en el paquete la suegra, una mujer que en principio se muestra atenta y comprensiva para terminar revelándose, cuándo no, como una verdadera arpía, que no tiene nada que envidiarle a la más pérfida de las villanas de un culebrón mexicano. Que esta bruja esté a cargo de Jessica Lange --la misma Jessica Lange de All That Jazz, de El cartero llama dos veces, de Frances, de la ignorada Blue Sky (por la que sin embargo obtuvo el Oscar)-- podría suponer una garantía de calidad, o al menos de cierta seriedad, pero la dirección del debutante Jonathan Darby es tan torpe, su guión tan elemental, que logra hacer de esta gran actriz una caricatura, una loca suelta, corriendo por la casa jeringa en mano, dispuesta a hacer de su nuera apenas un obituario en el periódico local. Una advertencia final: si alguna vez algún espectador desprevenido se llega a cruzar con Secreto de sangre haciendo zapping en el cable, sepa que esa anciana en silla de ruedas que surca indemne las escenas más tolerables de la película es la venerable Nina Foch, gloriosa protagonista de viejos films clase "B" como My Name is Julia Ross (1945, Joseph H. Lewis), cuando con mucho menos presupuesto la factoría Hollywood era capaz de dar mucho más.
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