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Por Claudio Uriarte
Pero ahora es game over para la Casa Rusia, con implicancias alarmantes para el resto del mundo. Porque Rusia, con sus créditos incumplidos, con sus monopolios energéticos, sus mafias, su Ejército impago y sus centrales nucleares peligrosamente descuidadas, tiene el potencial de hacer que la crisis asiática parezca retrospectivamente tan menor como el tequilazo lo parece ahora. Hay algo más: es un secreto a voces que Yeltsin, que desde hace años confunde nombres, países y fechas y hace propuestas políticas desconcertantes, está senil. Esto no sería grave en un gobierno norteamericano, que está preparado y contiene todos los dispositivos necesarios para poder entrar a funcionar en piloto automático en cualquier momento. Pero en Rusia, donde esos mecanismos no existen, la autoridad y actividad del presidente son cruciales. Con un panorama social de disturbios, un Parlamento en rebelión y un Ejército descompuesto, la autoridad presidencial no puede darse por descontada si ocurre lo peor. La guerra de Chechenia demostró que el movimiento de desintegración centrífuga de la Unión Soviética --que empezó en la propia Rusia y pronto se propagó a Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán-- no se detenía en las puertas de la Federación Rusa. Todo lo contrario, y menos aún si el rublo --la medida de valor que mantiene atadas a una multitud de repúblicas, regiones y subregiones-- se evapora. Rusia puede estar dirigiéndose hacia la entropía, al menos hasta que caiga Yeltsin y sea elegido su reemplazante más seguro y fiable: el general Alexandr Lebed.
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