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EL HIJO ESCONDIDO DE VIDELA

Hasta las biografías oficiales hablaban de siete hijos. Pero el dictador ocultó siempre al séptimo, Alejandro. Una investigación de Página/12 reveló la historia siniestra de un hijo internado en la Colonia Montes de Oca y la historia paralela de los Cañas, una familia destruida.

 

 

 

Una de las cartas de Cañas.
Nunca fue respondida

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Por Miguel Bonasso

t.gif (67 bytes)  En los sesenta, una década antes de imponer "la desaparición forzada de personas", Jorge Rafael Videla internó a uno de sus siete hijos en la Colonia Montes de Oca de Torres, un establecimiento para enfermos mentales de tétrica fama, donde en los últimos 20 años han muerto o "desaparecido" en condiciones sospechosas más de tres mil pacientes. El muchacho, Alejandro Videla, diagnosticado como "oligofrénico profundo y epiléptico", vivió largos años en la llamada "Casa de los Locos" y murió muy joven en ese inframundo, donde también se esfumó para siempre -hace trece años- la médica Cecilia Giubileo.

Videla y su esposa, Alicia Raquel Hartridge, mantuvieron un secreto público absoluto en torno a ese hijo oculto a 100 kilómetros de la Capital, que atravesó la adolescencia con la conciencia cada vez más nebulosa de un niño de cinco años, en pabellones desalmados donde las baldosas están siempre mojadas y los internos, librados a sí mismos, deambulan desnudos, entre orines y excrementos, llamando a las madres que los abandonaron en ese depósito de carne sin destino. A lo largo de los últimos 10 años se han escrito cientos de notas sobre los horrores del "loquero" cercano a Luján, pero ni una línea sobre el hijo de Videla. El terrible secreto, que trae a la memoria los folletines de Victor Hugo y Eugenio Sué, comenzó a ser perforado cuando llegó a manos de este cronista una carta, fechada el 24 de junio de 1977 y dirigida a "Su Excelencia el Señor Comandante en Jefe del Ejército. Teniente General D. Jorge Rafael Videla", donde podía leerse un párrafo muy extraño: "Mi General, apelo a sus sentimientos humanos y cristianos y en memoria de ese hijo suyo que tenía internado en la Colonia Montes de Oca de Torres, para que me dé una información sobre el paradero de mi hija Angélica".

La carta estaba firmada por el suboficial mayor (retirado) Santiago Sabino Cañas, cuya hija María Angélica, de 20 años, había sido secuestrada dos meses antes en la ciudad de La Plata. Cañas, que había trabajado en la administración de la Colonia Montes de Oca, tardó dos años en ser recibido por Videla y cuando por fin lo vio, y lloraron juntos, ya era tarde: el "querido Ejército", comandado por Videla, había avanzado sobre sus otros hijos, hasta dejarlo sin familia. Investigando "el caso Cañas" Página/12 desembocó en la historia oculta de los Videla. En la investigación -que continúa- colaboraron casi treinta personas, entre voluntarios y testigos de La Plata, Mercedes, Luján, el pueblo de Torres y la propia Colonia. La mayoría no quiere ser mencionada. Y algunos, incluso, temen ser indirectamente identificados.

 

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Una tapa de Para Ti de febrero de 1979, en los años más duros de la represión.

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La bóveda familiar en el cementerio de Mercedes.

 

La casa de los muertos

Como muchos proyectos argentinos, la Colonia Montes de Oca para enfermos mentales empezó como una bella utopía y acabó en la crónica roja. Fue fundada en 1915 por el profesor Domingo Cabred con una concepción de avanzada: ubicar a los pacientes (especialmente oligofrénicos) en un ámbito natural hermoso donde pudieran realizar inclusive algunas tareas rurales muy sencillas y asi resocializarse.

La Colonia fue establecida en un predio generosamente arbolado de 240 hectáreas, ubicado en las afueras del pequeño pueblo de Torres, a 12 kilómetros de Luján. Allí se alzó el elegante edificio victoriano de la dirección y doce amplios pabellones que debían albergar a unos mil a mil doscientos internos. Medio siglo más tarde algunos techos se habían caído, como los azulejos de baños y cocinas. Por las noches reinaba una tiniebla atravesada de gritos y llantos aniñados; en los veranos el hedor era insufrible y en los inviernos, sin calefacción, el frío entraba por las ventanas rotas. Dos personas, por turno, debían atender a 100 enfermos por cada pabellón.

La comida fue empeorando con los años y varios enfermos murieron de inanición. Aunque a uno de ellos, piadosamente, le pusieran en el certificado de defunción que había sido a causa de un cáncer. En los setenta la Colonia era, según la gráfica descripción de su interventor actual Alberto Desouches, "un depósito de cadáveres".

En los ochenta y en los noventa la "Casa de los Locos" fue intervenida por la autoridad administrativa e investigada por la justicia. No solo había abandono de los pacientes sino denuncias sobre tráfico de órganos y de bebés, violación de menores, asesinatos disfrazados de muertes naturales y un eterno despojo de un presupuesto que hoy alcanza a la respetable suma de 35 millones de pesos anuales. Cada año la Colonia vomitaba casi cien cuerpos, muchos de ellos con el rótulo NN, al cementerio de Luján. Pero cada año, también, aparecían cadáveres en el campo, en las cloacas o en una ciénaga pestilente, que ocupa 20 hectáreas.

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El acta de defunción de la mujer de Cañas.

 

"Un chico rubiecito"

A fines de los sesenta, cuando Videla y su mujer internaron a su hijo Alejandro, la Colonia no había llegado aún a esas cotas de horror. La gobernaba un interventor militar, un coronel médico de apellido Vergara, que para algunos antiguos empleados, hoy jubilados, fue de uno de los mejores directores que pasaron por el establecimiento. Sin embargo, todas las personas consultadas por Página/12 (profesionales y empleados de la Colonia Montes de Oca) coincidieron en un mismo sentimiento: ninguno hubiera dejado en semejante lugar a un hijo suyo por grave que fuera su patología. "Los enfermos que van allí -dijo un antiguo empleado ya jubilado- suelen ser gente muy pobre, que la familia abandona. En cambio Videla, que ya era coronel o general, ganaría un sueldo lo suficientemente holgado como para tenerlo mejor."

Un psiquiatra que entró al lugar en los setenta y ya no trabaja más en la Colonia, fue más a fondo: "Imagínese el frío, las mesas y sillas de mármol desechos como en el Hotel de Inmigrantes, los internos que no controlan los esfínteres. El chico de Videla no estaba en ningun lugar privilegiado, sino en el Pabellón número 7, el de los oligofrénicos profundos, que de día y de noche suelen vagan por los campos hasta que cada tanto alguno se cae en un pozo o en la laguna y se ahoga. En la Colonia, el chico de Videla estaba como uno más. Democráticamente. Y mire que paradoja: tal vez la única vez en que Videla fue democrático fue para mandar a su hijo a un manicomio".

Un viejo empleado, que trata de defender "la imagen de la Colonia" en la que trabajó durante tres décadas, recuerda que el muchacho ("que tendría unos quince a diecisiete años cuando fue internado") era "rubiecito, a diferencia de su padre".

Los recuerdos se dividen, en cambio, a la hora de puntualizar si los dos padres visitaban a su hijo. Todas las fuentes consultadas aseguran que el militar, que todavía no era comandante en jefe ni dictador, concurría a un par de veces por mes. Iba los domingos, que es cuando hay menos personal y siempre de civil. Algunos dicen que lo hacía en un Renault 4 L blanco. Dos fuentes de la época aseguraron a Página/12 que la madre, Alicia Hartridge, no visitó nunca al hijo escondido. Otra declaró, en cambio, que ella lo iba a buscar al pabellón y lo llevaba hasta el auto, donde lo estaba esperando su padre. Una persona, que brindó valiosos datos, pero todavía teme a las represalias de los militares y no quiso ser identificada, hizo esta reflexión: "Yo no sé si no es peor que fueran a visitarlo a que no fueran. Porque veían donde lo dejaban y sin embargo ponían la primera y se iban, sin él".

 

 

El hijo escondido

El viernes último, cuando este diario le pidió al interventor de la Colonia que abriera los registros para verificar los datos de ingreso y egreso por fallecimiento de Alejandro Videla, el doctor Desouches señaló que ya estaba cerrado el archivo (había pasado el horario reglamentario de las 14 horas), pero que con todo gusto los daría la semana entrante, cuando estuviera presente la persona a cargo, que es un veterano de la institución. Esta persona, a la que el interventor consultó por teléfono, creyó recordar que el joven "de unos 19 o veinte años" habría muerto en 1970. Ese año el entonces coronel Jorge Rafael Videla fue designado jefe de operaciones del Tercer Cuerpo de Ejército con sede en Córdoba. Seis años más tarde, ascendido a teniente general, daba el golpe más sangriento de la historia argentina.

Si el dato del fallecimiento es correcto, sorprende encontrar en algunas biografías oficiales distribuidos a la prensa en tiempos de la dictadura la siguiente mención familiar, en tiempo presente: "casado con Alicia Raquel Hartridge, tiene siete hijos". Más elocuente todavía, en el escamoteo del hijo muerto en la "Casa de los locos", fueron algunas revistas de la época, como Para Ti, que trabajaba orgánicamente con los servicios militares y, en febrero de 1979, publicó una cover story titulada "Jorge Rafael Videla en familia", profusamente ilustrada con fotos de hijos y nietos, todos muy felices, en un lugar tan distinto a Montes de Oca como puede serlo la residencia de Olivos. En la parte titulada "El esposo" se dice que los Videla se casaron el 7 de abril de 1948 y "luego llegaron los siete hijos y treinta años de matrimonio". Sugestivamente, en las fotos donde aparece la familia reunida, los epígrafes hablan de "los hijos", como si estuvieran todos (es decir los siete de que se habla), pero sólo identifican a cinco de ellos. En ningun lado se habla de un hijo ya fallecido. Tal vez porque nunca vivió. Y sería, como lo graficó una enfermera, "el único inocente, pobrecito".

Ha sido tan hondo el misterio que guardó su corta existencia que aún cuesta encontrarlo en la muerte. Página/12 hizo un recorrido por el cementerio de Mercedes, donde según algunas fuentes estaría enterrado, y no figuraba en los registros. En cambio pudo recoger toda clase de versiones que, en algunos casos, llegaron a la exageración de la leyenda: "Dicen -comentó un mercedino- que está enterrado en la quinta de los Videla".

 

 

La tragedia de los Cañas

En los setenta, el suboficial mayor Santiago Sabino Cañas se retiró del Ejército y entró a trabajar en el Instituto Nacional de salud Mental. Primero en el Borda y luego en la Montes de Oca, donde hacía tareas como gestor en la administración. Generalmente viajaba a Luján y a Buenos Aires para ocuparse de ir al banco y de los trámites oficiales. Era un hombre reservado, que no solía meterse en chismes, pero igual se enteró del gran secreto de los Videla y guardó silencio. Inclusive con su segunda esposa, que lo ayudaba en los trámites de gestoría.

Cañas era radical, pero toda su familia era peronista y muy activa. Su primera mujer, María Angelica Blanca, era un referente del Partido Peronista Auténtico y sus hijos militaban en la UES y en la JP que respondía a la conducción de Montoneros. Todos ellos en La Plata, que era un volcán de activismo y represión.

El 15 de abril de 1977 Cañas recibió el primero de los golpes que lo llevaría a la depresión, el cáncer y la muerte en 1990: su hija María Angélica, de 20 años, era secuestrada en las calles de la Plata. Aparentemente por un grupo de ese Ejército al que había pertenecido durante tres décadas. Como tantos otros padres comenzó a recorrer el calvario de los hospitales, las morgues, los recursos de habeas corpus y los pedidos de audiencia a generales y obispos. Y como tantos padres se fue desesperando al ver que su hija no aparecía. Entonces se animó y le mandó la carta a Videla que se cita al comienzo de esta nota. En la que no cuesta percibir su fe, aún intacta, en el Ejército y en su Comandante en Jefe. Incluso se allana a la posibilidad de que su hija sea juzgada, "si correspondiera". Sólo quiere conocer "su paradero". El mismo candor, o una suerte de temeraria malicia, lo llevan entonces a jugar una carta pesada y recordarle al dictador lo que este, seguramente, no quería que nadie le recordara: "Mi General, apelo a sus sentimientos humanos y cristianos y en memoria de ese hijo suyo que tenía internado en la Colonia Montes de Oca de Torres, para que me de una información sobre el paradero de mi hija Angélica".

Videla no le concede la entrevista, nadie le informa el paradero de su hija, pero en la Casa Rosada acusan recibo de la solicitada.

En agosto, la tragedia se termina de desatar, arrasando al suboficial. El dos de agosto desaparece su otro hijo Santiago Enrique de 26 años y a las ocho de la noche del día siguiente, un nutrido grupo del Ejército llega a la casa de su primera esposa, María Angélica Blanca, y acribilla las paredes con balazos de FAL. Adentro, está la mujer de 62 años ("docente jubilada"), con su hija María del Carmen Cañas, de 23 años, embarazada de tres meses y dos criaturas menores de dos años, sobrinos de la mujer de Cañas. Valiente, la matrona empieza a gritar que se lleven a las criaturas y logra que la patota deje de disparar. Entonces sale de la casa y les entrega los chicos. Pero en vez de entregarse ella también, da la vuelta y regresa hacia el interior de la vivienda, donde la espera su hija. Está desarmada y ha pedido tregua, pero le disparan por la espalda y le destrozan la cabeza. Luego entran a la vivienda y acribillan a la hija. Una crónica típica de la época, publicada por El Día de La Plata, convertirá el asesinato en el clásico "tiroteo con extremistas", donde un cronista ligero creerá haber visto bajas de los dos bandos. Y no las actas donde el médico forense Héctor Luchetti constata "destrucción de masa encefálica por heridas de proyectiles de arma de fuego".

Por si fuera poco, Martín, otro hijo de Cañas que hoy es el único sobreviviente de la familia, también es secuestrado. Al suboficial sólo le queda en libertad Guillermo, que se salvará de la represión para morir años después. Ya no por la represión, pero tal vez por sus consecuencias. Martín, en cambio, logrará emerger del infierno y huir a México, apoyado por la solidaridad de una amiga de su padre.

El suboficial dirige entonces una nueva carta a Videla donde le recuerda que le envió la "pieza certificada No. 1925", que el aviso de retorno obra en su poder y que, hasta la fecha, no ha obtenido "respuesta alguna". La tragedia se resume en párrafos secos, formales, corteses al modo castrense: "Mi General, paso ahora a informarle de las novedades ocurridas desde mi pedido de clemencia". "Con fecha 02AGO77 desaparece mi hijo SANTIAGO ENRIQUE de 26 años de edad, con documento de identidad ,etc." . El día 03AGO77, aproximadamente a las 2000 horas son asesinadas mi esposa, MARIA ANGELICA BLANCA de 62 años y mi hija MARIA DEL CARMEN CAÑAS de VALIENTE, de 23 años y embarazada de tres meses, las cuales se encontraban solas en el domicilio con dos criaturas de menos de dos años de edad". Y concluye: "Mi General, como corolario de lo expresado, solicito a S.E. me conceda audiencia a efectos de interiorizarlo de mi desesperada situación".

Su Excelencia no lo recibe en todo ese año, ni en el siguiente.

 

 

Las lágrimas de Videla

Martin Cañas denuncia los asesinatos en el Estado mayor del Ejército. No pasa nada. Se dirige al arzobispo de la ciudad de La Plata, Antonio Plaza y tampoco obtiene ninguna respuesta. El comandante del primer cuerpo de Ejército, Carlos Guillermo Suárez Mason, le concede formalmente la entrevista pero luego no lo recibe. Tampoco lo hacen el jefe del Regimiento 7 de la Plata, ni el jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, ese general Ramón Camps, que se jactará de haber mandado a la muerte a "cinco mil subversivos".

Por alguna razón que se llevó a la tumba, Camps elude al suboficial y manda en su representación al coronel Salcerini.

En marzo del 78 reitera infructuosamente el pedido de audiencia al hombre en cuyos sentimientos de padre y cristiano había confiado. Silencio.

Los pedidos se multiplican y se reiteran . Hay varios al ministro del Interior, Albano Harguindeguy, al Jefe de la Décima Brigada de Infantería, al comandante del Regimiento 7, cuyos efectivos lo han dejado sin familia.

El 13 de junio del 78 vuelve a pedirle audiencia a Videla que finalmente lo recibe dos días más tarde.

La audiencia dura 40 minutos y este cronista la conoce a través de dos fuentes: Martín Cañas que vive en México. Y la amiga de La Plata, que logró sacarlo del país cuando salió, a sus veinte años, del centro de reclusión clandestino en el que casi queda enterrado para siempre.

Dura unos cuarenta minutos y es fácil imaginar todos los formalismos y rigideces que la entorpecieron. Como la hipocresía y el temor del dictador todopoderoso frente a ese "zumbo" que tenía enfrente suyo. Ese suboficial radical que, a pesar de las evidencias, seguía "amando a la Institución" aunque ya no a todos sus integrantes.

Trabado, molesto, torpe, con breves tosecitas, tratando de parecer solidario con el subalterno como cuadra a un buen jefe, el comandante en jefe del Ejército le da la misma explicación que luego reiterará ante los padres de otras víctimas y que han labrado su fama de pusilánime. Que ha cultivado siempre para tapar la de hipócrita que algunos intelectos más agudos le adivinan.

Las excusas se van desgranando: "Hay veces en que yo no puedo hacer nada. hay cosas que escapan a mi control". Dice el jefe del ejército, olvidando el principio básico de la responsabilidad de comando."Hay excesos", recita. Hay excesos, claro. tal vez es excesivo que a Cañas le hayan matado a tiros la mujer y una hija y le hayan secuestrado a otros tres hijos. Que a él mismo lo venga siguiendo casi todos los días de su vida, un coche Falcon.

Cañas tiene un nudo en la garganta y por alguna extraña razón, para provocar al dictador o para establecer un terrible lazo con él, le recuerda los días de la Colonia Montes de Oca y un favor que él le hiz a Videla. Una historia de la que sólo se sabe el título porque el suboficial se la llevó a la tumba. Entonces ocurre lo imprevisto: Cañas llora y Videla llora. Los dos lloran por sus respectivos hijos. Durante unos segundos hay una emoción confusa, hasta casi podría decirse perversa por parte de ese victimario que llora al hijo enterrado en vida en la Colonia Montes de Oca y el padre humilde que está allí para pedir que le devuelvan algo de esos otros hijos a los que él no abandonó. Aunque sea el dato de donde están enterrados. Y tal vez intuye que una misma lógica anuda a ese hijo del general que vagaba entre espectros, tapándose con las sábanas de la soledad en las noches de espanto del pabellón, con el destino ignoto de María Angélica y Santiago.

Sale de la audiencia presidencial y un ayudante severo lo acerca al ministerio del Interior, donde el general Harguindeguy, le promete la información que nunca llegará y él musita que ahora a su hijo más chico, Martín, lo tiene lejos. Algun cretino le dice que venga al país, que "no hay poblema". Pero el subsecretario del Interior, el actual diputado Ruiz Palacios, lo saca al patio de las palmeras y le aconseja: "Mire, mejor que se quede en México, en este país no hay seguridad para nadie".

 


CLAVES

- Antes de hacer desaparecer a 30 mil argentinos, Jorge Rafael Videla internó a uno de sus siete hijos en la Colonia Montes de Oca para enfermos mentales.

- La Colonia ha sido descripta como "un depósito de cadáveres"

- Alejandro Videla, que entró de adolescente, vivió años en el pabellón número 7 y murió en la Colonia.

- Los Videla guardaron secreto sobre la vida y la muerte del hijo escondido.

- El suboficial Santiago Cañas, que trabajó en Montes de Oca, le mencionó el caso a Videla para salvar a una hija secuestrada por el Ejército.

- Después de la carta le secuestraron dos hijos más y le asesinaron a su mujer y otra hija.



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