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Por Alfredo Zaiat ![]() Hace menos de un mes, Roque Fernández amenazó por primera vez con dar un portazo y abandonar el Gobierno, en el que participa desde 1989, primero como asesor, luego como titular del Banco Central y ahora como ministro de Economía. A fines del año pasado, también había tenido ganas de irse pero no se había animado. Esa inusual audacia no se produjo porque la reforma tributaria resultó desflecada en el Congreso y, finalmente, rediseñada por el bloque de diputados del PJ. Ni la tuvo cuando perdió el manejo de casi 400 millones de dólares en obras hídricas a manos de María Julia Alsogaray. Ni siquiera porque el ala política del gabinete lo ignora desde hace mucho cuando lanzan proyectos que involucran áreas de su jurisdicción. Roque amenazó con irse, porque el ministro de Salud, Alberto Mazza, había elaborado un decreto, con la anuencia de Carlos Menem, para continuar con la intervención de la obra social del personal del Ministerio de Economía. Roque tomó la normalización de esa obra social como un asunto personal. Quiere elecciones transparentes para nombrar nuevas autoridades. Y el decreto que Mazza ya había redactado, y que estaba a la firma de Menem, resultó una intromisión en su propio terreno. Para darse fuerza, el ministro tomó la lucha para frenarlo como parte de su batalla personal contra "el poder sindical". La amenaza tuvo éxito. El decreto no prosperó y la obra social sigue intervenida con fecha de elecciones todavía incierta. Ese hecho menor, comparado con cualquiera de las discusiones por espacios de poder que involucran a Economía, desde el debate por las reformas laboral y tributaria pasando por su tímida oposición al Plan Laura y al impuesto de Decibe, pintan de cuerpo entero la escala de valores de Fernández a la hora de dar pelea en el Gobierno. Lo único que lo excita es mantener ordenada la caja de las cuentas públicas. Y lo único que lo rebela son los embates de los sindicalistas, fundamentalmente contra la desregulación de las obras sociales. El resto, que no es poca cosa en un ministerio como el de Economía, queda en segundo plano. Fue Menem y no Roque, según coinciden los funcionarios consultados, quien tomó la iniciativa de enviar señales al mercado de que el plan económico seguirá siendo todo lo ortodoxo que sea necesario para enfrentar la crisis internacional. Ortodoxo mientras haya convulsión en los mercados; después se retomarán las medidas para apuntalar la re-reelección (ver recuadro). Lo hizo luego de que un grupo de banqueros cercanos al menemismo, Eduardo Escasany (Banco Galicia), Raúl Moneta (Banco República-Mendoza y CEI) y Fernando de Santibáñez (ex dueño del Banco de Crédito), le manifestaran su preocupación por la inacción de Roque ante la crisis. Menem le dijo entonces a su ministro de Economía que anunciara la suspensión del Plan Laura y del impuesto para aumentar a los docentes. Roque sólo pidió, siguiendo fiel a su obsesión por tener equilibradas las finanzas, que la reforma tributaria se convirtiera en prioridad para el gobierno. Mañana se reunirá con el bloque del PJ para acelerar su aprobación (ver nota aparte). Cuando empresarios y consultores de la city apuntan a su debilidad o a su inacción, críticas que se intensificaron en las dos últimas semanas, parecen decirle a Roque que se parezca a Domingo Cavallo. Pero no cabe duda de que su personalidad es otra. Deja que su secretario de Agricultura, Felipe Solá, anuncie la cosecha record. O que el secretario de Industria, Alieto Guadagni, se la pase presentando estadísticas sobre el crecimiento de la economía, en lugar de asumir personalmente ese papel de líder. Ni siquiera sale a cruzar a Juan José Llach, estrecho colaborador de Cavallo cuando estaban en Economía y ahora director del Instituto de Investigaciones de la Fundación Mediterránea, cuando lo critica porque no hay disciplina fiscal. Y eso que Cavallo se fue de Hacienda con un déficit de casi 3 por ciento del PBI, que Roque consiguió bajar a un punto. Frente a los embates Roque tranquiliza a su gente: "Yo tengo mi estilo, que finalmente se impone". Un estilo que había pasado la prueba del Banco Central, pero que parece insuficiente para comandar el Palacio de Hacienda. No le gusta involucrarse en decisiones conflictivas y prefiere un manejo aséptico de su gestión. Cuando quiso reaccionar a lo del piloto automático no tuvo mejor idea que proponer la polémica privatización del Banco Nación --que ya quedó archivada-- y lanzar una nueva reforma tributaria, que le valió la oposición unánime del establishment, que hasta ese momento era su principal aliado. La última semana, por decisión e impulso de Menem, recuperó un importante espacio de poder. Habrá que ver si tendrá espaldas para hacerlo valer en el gabinete. O si, acorralado por las presiones políticas, encontrará una excusa más importante que la oposición a la intervención de una pequeña obra social para dar finalmente el portazo.
SUBRAYADO Por Julio Nudler
Este tiene fallas gruesas, a las que, en realidad, ni el equipo económico ni sus opositores les ven el remedio. Decir que con algunas reformas estructurales más y con aún mayor flexibilidad laboral se resolverían los problemas suena desmedido. El mundo cambió desde hace un año con la crisis asiática: se derrumba el precio de insumos y bienes intermedios (commodities), que componen dos tercios de las exportaciones argentinas; varios países, de gran capacidad productiva, devalúan reiteradamente, y el peso sube y sube por estar atado al dólar. ¿Cómo enfrentar esta situación desde la Convertibilidad? Cuando el agua le llegaba al cuello, Roque consiguió finalmente detener el plan de autopistas y el aumento docente, y obtuvo más aire en el Congreso para la reforma tributaria. Pero esto sucede cuando ya hay una marcada desaceleración de la actividad, por lo que, una vez más, la política fiscal es procíclica. Es decir: acentúa la tendencia. Se supone que cuando la economía se está frenando, lo que corresponde es elevar el gasto público y reducir la presión impositiva. Lo que Economía hace es exactamente lo contrario. El sendero por el que se mueve Roque tiene a sus costados sendas banquinas. Una es el menemismo, con sus exigencias políticas. Otra es el Fondo Monetario, que impone límites a la estrategia fiscal y a los desequilibrios macroeconómicos. Además, el monitoreo y el visto bueno del FMI es como una vacuna --verdad que de efectividad incierta-- contra un eventual ataque especulativo. Un país bendecido por el Fondo es como un barrio residencial que, a cambio de pagarle una cuota a la comisaría del lugar, obtiene el status de zona protegida. Esto no elimina la posibilidad de asaltos, pero la reduce. Hasta ahora esa senda flanqueada de un lado por el menemismo y del otro por el FMI no le impidió a Roque mantenerse en marcha. Pero si un día las presiones políticas internas provocaran desvíos superiores a los tolerables para el Fondo, es difícil que el ministro permaneciera en su puesto. La verdadera prueba sobrevendrá cuando, de persistir la crisis internacional, la economía argentina caiga en una grave recesión, más cerca todavía que hoy de las elecciones del '99. Aun sin llegar a ese extremo, el camino se le está haciendo pesado a Roque porque algunos sectores empresarios no ven motivos para aceptar una mayor presión impositiva de un Gobierno que se está yendo. Roque despilfarró, por culpa del piloto automático, la fase de expansión que comenzó a fines de 1996, y es difícil que hoy, cuando cae la rentabilidad y se endurece el mercado, consiga hacerles tragar el ricino a los contribuyentes.
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