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"HOMERO", DE BERNARDO CAREY
Ultimos días del poeta

La obra que dirige Manuel Iedvabni imagina al gran Homero Manzi en un contrapunto con "La rusita", una samaritana algo misteriosa.

Ana María Cores compone con calidez a la mujer que busca confortar a Manzi en sus últimas horas.
A pesar de ciertos pasajes de excesiva impostación, Lorenzo Quinteros convence y conmueve.

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HOMERO 7 PUNTOS

Intérpretes: Lorenzo Quinteros y Ana María Cores
Escenografía y vestuario: Jorge Micheli
Diseño de luces: Roberto Traferri
Musicalización: Oscar Cardozo Ocampo
Dirección: Manuel Iedvabni
Lugar: Teatro del Pueblo, Diagonal Norte 943, viernes y sábados a las 22, domingos a las 20

Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes) Como si vida y muerte fueran una única entidad expresiva, Bernardo Carey (autor de La transa y El hombre de Yelo, entre otras obras) ficcionaliza la última hora y media de vida del poeta Homero Manzi, destruido por el cáncer, y pone a su lado a una mujer joven, samaritana, según el autor admiradora desde siempre del letrista de tangos perdurables. Ella es el personaje innominado (aunque se la llame "rusita", por ser de Villa Crespo), que se aparta por un momento de sus propios conflictos para --en ese ayudar a bien morir-- rescatar la hondura de las creaciones de Manzi. Componiendo a esa mujer, Ana María Cores dice su texto con la calidez que requiere el trance, canta a capella y logra darle vida a los pudorosos silencios que se suceden en ese primer y único encuentro.

Metido en ese clima de excepción, irrepetible, el Homero que recrea Lorenzo Quinteros --con algún toque de humor-- estalla cuando lo atenaza el dolor, pero también se rehace y dice dar pelea todavía. "¡Aquí estoy...! Con un pie en el hoyo. Vengo a avisarles que voy a luchar. ¡Sólo tengo un ala quebrada!", exclama, imaginándose sentado a una mesa del Tortoni.

En otras secuencias, su estampa es la de un personaje épico. El hombre evoca pasajes de su vida de artista de múltiples facetas, y es ahí donde el tono elegíaco que Quinteros le imprime a su Manzi suena a impostado, sobre todo si se lo compara con el lenguaje "cotidianizado" de la rusita. Un contrapunto que sin embargo no llega a romper la tersura impuesta por Manuel Iedvabni desde la dirección.

Otro tanto ocurre cuando se produce un desdoblamiento de la acción y Homero --de cara a la platea-- cuenta que nació en la santiagueña Añatuya, que su nombre real es otro (Homero Nicolás Manzione Prestera) y vivió en el barrio de Pompeya. Cuando revisa sus convicciones y hace partícipe al espectador de sus ambiciones y proyectos (algunos truncos) y de sus conceptos sobre algunas figuras prominentes de la época, como Jorge Luis Borges y Eva Perón. Un recurso válido para una obra que pretende ser un gesto de despedida al poeta y una reconciliación con la muerte a través de una amorosa asistencia.

Pero es evidente que Homero apunta a más, y es en tanto episodio de una última reflexión, documento de otras muertes de gente batalladora y retrato de infinitas frustraciones. La servicial y soñadora muchacha de Villa Crespo podría ser en este punto un símbolo. Es ella la que con un dejo melodramático da cuenta de su marginación al pedirle al Homero imaginado por Carey: "¡Estoy sola en el mundo, sin un sitio donde dejar mis huesos! ¡Apenas mi trabajo! Permítame que me quede...".

 

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