"Que morir vivo es última
cordura" No es nostalgia, Rodolfo, ni se trata de hablar de alguna edad de oro. Pero en estos días que corren entre estandbays y jadeos, aludir a la pasión --y a eso que en cierto lugar aún llaman cabalidad--, sólo sirve para que los monaguillos del carrierismo y la cooptación, se codeen entre ellos celebrando su servicial posicionamiento. --Sugiere muy bien Sasturain: jueces sospechosos coloreados de talco, en París y en aquí, Rodolfo. Tampoco se trata de postular seriedad, Rodolfo: vos te reías, rabelesiano, frente a los que hay que contarse los dedos después de dejarse apretar la mano. O te sonreías, hasta con un resto de piedad, de los que correteaban, ya entonces, antesala, propinas, currícula y cañones esdrújulos y sin bigote, pero con lentejuelas y happy ends. --Las elites presuntas se degradaban en mafias, Rodolfo. Recuerdo: cierto local del Bajo, casi un galpón, tirando hacia el sur. La delación se iba perfeccionando en verdugueo. Linotipistas, una mujer desolada y los gráficos, Rodolfo. La gente y la ciudad se hacían los muertos. Y nos dábamos la mano como quien se despide sin demasiadas expectativas ni aeropuertos. --Del anonimato se navegaba ya hacia el magno negocio de las fusiones, Rodolfo. Y todos empezábamos a presentir que los guardaespaldas siempre eran cómplices; y que la forma en que había que caminar por el Socorro, San Nicolás, las cortadas o Balvanera, era quedarse solo. Nombrar a los barrios por su nombre, iba siendo la única verdad. Las otras palabras resultaban doblajes y producían sarro o intereses; y el vesre no era lapsus ni jugueteo, sino industria, reiting y cábala. --En la única retórica, Rodolfo, sobrenadaban los furcios. Recuerdo también: jurar no era alzar la mano ni contemplar la cúpula; los hijos se habían convertido en los únicos evangelios, Rodolfo. Y aquí no estoy proponiendo ni pastores, ni Belén, y mucho menos abuelitos en punta. --Los polos del Norte y Austral no sólo ensanchaban la distancia vertiginosa entre Madero y Sarandí, sino y para siempre entre masters y los de la lona, Rodolfo. En la Argentina, se sabe de memoria, hay profesionales con bendición y chapa del "Pase usted primero" o del "Como usted diga, mi jefe". Y todo eso, por lo menos, empezó con los monitores de la escuela engominada y guardapolvos con tablas; y se persignó entre bedeles, furrieles, la fecha arriba y a la derecha, y "Mamá nos está escuchando, Carlos". Hasta incurrir en yupis, VIP y la obediencia debida. --Al cordero pascual lo convirtieron en emisario de los chivos, Rodolfo. Y venía de Rodolfos la ancha mano: al descendiente de irlandeses, alguna vez en el Tigre, entre letras griegas y copiosos wiskys, lo escuché recitar a William de una sola tirada, desde un coro de brujas hasta el reclamo, urgente, por un caballo. Con usted, Ortega, intercambiamos relatos de otro David que se había empecinado por endecasílabos y suertes, hacia el 1900, con Facundo, Liniers --francés y súbdito--, y el coronel Dorrego. --No todas las islas, Rodolfo, marcaban la frontera. "Lugar de oración y no de mormoración", leímos juntos --me parece-- sobre la entrada de una capilla de barro en Andalgalá o Londres (en Catamarca y no al borde del Támesis). Y después disputamos, bien está, sobre la extensa secuencia fraternal que se nos fue alargando desde Pílades y Orestes, enhebrando a Cruz y Fierro, sin eludir, jubilosos, ni a Bouvard ni a su socio flobertiano, y mucho menos a Viruta y Chicharrón. --A la lealtad, Rodolfo, la han convertido en un esguince de la cachurra. "Pero". Menos mal, digo. Porque, finalmente, hasta el menemato y chambelanes han tenido que admitir que en los asesinatos de Estado, los generales fueron un capítulo con prólogo y lo que colea. "Es justicia", como decían los antiguos abogados, corriendo una punta del tiempo. Y lo celebro, Rodolfo. Por entonces. Y porque por ahora. --No hay calamidad que no nos ronde.
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