De Da Vinci a Di Caprio
Por José Pablo Feinmann |
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Una imagen recorre Italia. No hay lugar donde uno no se encuentre con
Leonardo DiCaprio. Es tan argentino esto. Es tan italiano. Son tan italianos los
argentinos. Son tan argentinos los italianos. Un periodista argentino radicado en
Italia me dice: ¿Viste cómo son los italianos? ¡Son geniales!. Y como
explicación absoluta y conclusiva de esa genialidad añade: Son como
nosotros. Nadie podrá creer que la cuestión sea tan sencilla. Pero hay algo muy
argentino en el desborde dicapriano que explicita Italia durante estos días. Aquí, cómo
dudarlo, el desborde hubiera sido aún mayor. Si DiCaprio hubiera sido argentino, digo. Ya
estaría en el programa de Susana, exhibiéndose. O en el de Grondona, meditando. O
visitando a Menem en la Rosada. Y hasta saliendo al balcón para saludar a su
pueblo enfervorizado. El dólar barato todo lo consigue.
Como sea, Italia se ha desbordado: DiCaprio es omnipresente. Los italianos lúcidos
sonríen con templanza. Ni siquiera es italiano, razonan. Sólo tiene
ese apellido. Pero es americano. ¿Por qué lo aman tanto?, pregunta uno. Son
las preadolescentes, es la respuesta. Es posible. Pero uno no puede sino pensar que
Italia ha tenido un brote preadolescente. Una primavera inesperada, un florecimiento
sorpresivo, un nuevo rostro, súbito, brillante, joven y bello: Leonardo. Sus remeras han
desplazado a las del Che. Han desplazado, incluso, a las del otro Leonardo. Que ahora, por
primera vez en siglos, es el otro, cuando siempre fue el único, el primero, el absoluto.
Hoy, DiCaprio vale más que Da Vinci.
Ahí está la foto. Mi mujer la ha tomado cuidadosamente en un puesto callejero de
Venecia. La remera blanca dice Leonardo. Y tiene el famoso dibujo de las proporciones del
cuerpo humano y las anotaciones del maestro, de derecha a izquierda, sólo pasibles de ser
leídas por medio de un espejo. A su lado vemos la remera del Leonardo de hoy, del
Leonardo fin de milenio. Su cara aniñada, su cabellos largos, rubios, descuidados y el
Titanic, hundiéndose, como background majestuoso; trágico pero
devastadoramente espectacular. La remera de Da Vinci vale 15.000 liras. La de DiCaprio....
20.000. A todo le pone precio el mercado. Y las cosas valen según la demanda.
Da Vinci vivió entre 1452 y 1519. Fue pintor, ingeniero, físico y matemático. Fue el
paradigma del hombre renacentista, del hombre que le ha dicho no al
teocentrismo y se ha lanzado a la creación de un mundo humano con instrumentos humanos:
la pólvora, la imprenta y la brújula. La guerra, las ideas y el horizonte. Ha quedado
atrás el saber medieval. Elsaber de los hombres renacentistas no surge para ordenar el
saber teológico adquirido, expresión de la tradición y las viejas costumbres. Surge en
busca de lo nuevo: de los nuevos saberes, de las osadías de los hombres, de la ciencia
revulsiva. Así, asoman Copérnico, Galileo, Maquiavelo y, por fin, Descartes. Asoma la
modernidad: los hombres se apoderan de la historia y la hacen al margen de los dioses. El
gesto renacentista es el gesto prometeico.
De este modo, DiCaprio se hermana con Da Vinci en una escena fundamental de
Titanic. El Leonardo fin de milenio, en la proa del inmenso transatlántico,
abriendo sus brazos, comiéndose el horizonte, exclama: ¡Soy el rey del
mundo! Una exclamación prometeica. Que dura muy poco. Aparece el iceberg (un
detalle de la Naturaleza) y el rey del mundo se hunde ignominiosamente. Titanic no es una
película renacentista. Hay una toma breve y definitiva que lo dice todo: el barco es
tomado desde arriba, desde muy lejos, y se lo ve infinitamente pequeño en la inmensidad
del mar. Es una toma teocéntrica: Miren, hombres soberbios, apenas son una cáscara
infatuada sometida por la vastedad de la Creación.
Si el Leonardo del siglo XV (el que hoy vale 15.000 liras) expresa el orgullo de los
hombres y su decisión de ir más allá del sometimiento teocéntrico, el Leonardo del
tardío siglo XX (que hoy vale 20.000 liras) expresa el derrumbe de la fatuidad humanista
(¡Soy el rey del mundo!) ante un orden que ya no reposa en la creatividad de
los hombres. Titanic está al servicio del retorno de Dios, en cualquiera de sus formas.
Por ahora, esa forma es la de Leonardo DiCaprio.
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