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Un país en ojota
Por Martín Granovsky

t.gif (862 bytes) El registro de la Secretaría de Inteligencia del Estado a cargo del juez Mariano Bergés, el último miércoles por la noche, produjo una prueba histórica. Es la primera vez que la Justicia encuentra una constancia escrita de un daño que el Estado produce todos los días sobre políticos, periodistas y legisladores: escuchar ilegalmente sus conversaciones telefónicas.

En el caso que investiga Bergés, además, el daño involucra al Poder Judicial y confirma las relaciones promiscuas entre algunos jueces y el Ejecutivo.

La secuencia es transparente:

* El juez federal Carlos Liporaci abrió un sumario administrativo contra dos empleados de su juzgado.

* Para el sumario pidió a la SIDE que pinchara el teléfono de los subordinados.

* Liporaci envió la orden por escrito.

* La SIDE cumplió la orden.

Por fortuna para la transparencia, las irregularidades también son cristalinas:

* No alcanza con ser juez para que una orden sea legal. Cualquier juez puede exigir a la Dirección de Observaciones Judiciales de la SIDE (la famosa Ojota) la intervención de un teléfono, pero sólo tiene la chance de pedir el auxilio de los servicios cuando lo necesita para una causa abierta. En el caso de Liporaci no había causa judicial en danza sino solamente un sumario interno; es decir, una simple instancia administrativa.

* El pedido fue irregular, a tal punto que la causa ni existía, de modo que los espías del Estado cumplieron una orden ilegal.

* Si ya está claro, incluso en la Argentina, que la obediencia debida no justifica el cumplimiento de una orden ilícita ni siquiera en instituciones de mando vertical, la disciplina ciega tampoco puede legitimar un delito en las relaciones entre un poder y otro.

El juez podría argumentar que no informó sobre la causa porque, entonces, los subordinados habrían quedado sobre aviso. La SIDE podría decir que entendió, por la reserva de Liporaci, que estaba frente a un caso de aquellos que reclaman discreción suprema. Por ejemplo, la prueba definitiva de que Moshen Rabani fue el artífice iraní del atentado a la AMIA.

Los argumentos sobran. Pero, esta vez, los hechos bastan.


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