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Con aguda sensibilidad para lo que se extingue, Anton Chéjov desnudó en El jardín... los sentimientos de una clase social, la aristocracia feudal rusa, que retrocedía ante el avance de otra, la burguesía comercial e industrial, rescatando la capacidad humana para la esperanza. Escrita en 1903 en Yalta, un año antes de su muerte, y estrenada el 17 de enero de 1904 en el Teatro de Arte de Moscú, es en este aspecto un interrogante sobre cómo sobrevivir en momentos en que arrecian el materialismo positivista y el capitalismo burgués. La pregunta sobre la posibilidad de un progreso social futuro está en las entrelíneas de esta obra, cuya anécdota no es otra que el remate de una finca (la de Liubov Andréievna, personaje que aquí encarna con reposada sobriedad María Rosa Gallo) y su compra por el comerciante Lopajin (Roberto Carnaghi), hijo de quienes fueran campesinos siervos de la familia. La pasión de Chéjov por referirse en esta pieza a esas zonas interiores en las que casi todo es al mismo tiempo ilusión y pérdida, ha inspirado una infinita variedad de montajes. Entre éstos, el que ahora ofrece el director Agustín Alezzo en la Sala Casacuberta. Se trata de una puesta minimalista, que muestra una arquitectura escénica conformada por paneles y otorga preeminencia al texto. Los diálogos, que a veces contienen confesiones, son invariablemente interrumpidos por el ingreso a escena de algún otro personaje, o abortados por el comentario distraído del oyente o algún ruido exterior, actuante en opinión de los estudiosos de Chéjov, quienes consideran protagonistas a los agónicos sonidos que llegan hasta la casa y al golpe del hacha que abate árboles en el jardín. En ese contexto, los personajes, algunos veladamente ridiculizados, se constituyen en espectáculos en sí mismos. El público asiste así en este nuevo trabajo de Alezzo a una representación con estilos de actuación diferentes, que si bien se ajustan al texto y a las indicaciones de Chéjov (se dice que el escritor aceptaba las pequeñas escenas cómicas y que sugería calzar al comerciante Lopajin con zapatos amarillos, algo que se cumple en esta puesta), no trasparenta las contradicciones de los personajes ni las oposiciones de éstos entre sí. Esta carencia le quita potencia a una obra que es también una orquestación de sentimientos, y por lo tanto requiere un crescendo, un final que retrate por lo menos la complejidad de un tiempo conformado tanto por teorías irreconciliables como por la esperanza de un futuro mejor. Esa falta de orquestación amansa la obra, aplaca los sentimientos y produce tiempos vacíos. Ocurre en la primordial escena que protagonizan el comerciante Lopajin y Varia (Beatriz Spelzini), la hija adoptiva de Liubov, que esconde detrás de su lloriqueo una abismal soledad. Y esto, a pesar del esfuerzo que ponen los actores por aproximarse a la época y desentrañar la riqueza de esta obra. Algo cautivante se pierde entre el apunte detallista y los por momentos desangelados ralentis que le quitanclima al conjunto, del que, por otra parte, se destacan Roberto Carnaghi, Jorge Petraglia, Márgara Alonso y Osvaldo Bonet, aun cuando los parlamentos de este último y de otros integrantes del elenco no llegaron con nitidez a la platea en la función de estreno. Es cierto que entre las anotaciones hechas por Chéjov figuran los balbuceos, pero la extrema fidelidad a esta indicación le quitó al público la posibilidad de compartir los sueños de Varia, por ejemplo, y la reflexión final del viejo servidor Firs.
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