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Sin embargo, ¿por qué no se paraliza Buenos Aires, por qué no se ralean sus calles y veredas, por qué el desierto no crece en la ciudad cuando se juega un mundial de hockey, de polo o de ping pong? Porque el fútbol es un maravilloso deporte. Sirve para pensar. (Por ejemplo: en el segundo tomo de la Crítica de la Razón Dialéctica, edición Losada, Sartre le dedica casi cien páginas al análisis de un partido de fútbol para explicitar las relaciones dialécticas entre la particularidad y el todo.) Sirve para divertirse. Para emocionarse. Para comunicarse. Y mil cosas más. Hasta sirve para que uno lo juegue y baje de peso sin pastillas ni dietas crueles. Quiero decir: no sería aconsejable olvidar, en medio de la tentación de los análisis trascendentes y serios, que el fútbol es el más maravilloso deporte que el hombre haya inventado sobre este mundo. Y que un Mundial es --o debería ser-- la mejor posibilidad de verlo bien jugado. Y que, en medio de la devastación de las identidades y los estados nacionales, todavía esa celeste y blanca que llevan nuestros millonarios muchachos nos entrega la sensación provisoria de ser un país. Que no lo seamos o que para serlo haga falta mucho más no es culpa del fútbol. |