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Por Carlos Polimeni Una escena de Carne trémula, contada en la contratapa de Página/12 del domingo pasado --dos hombres enfrentados por una mujer, en una habitación cerrada, suspenden una pelea que puede ser mortal cuando desde la televisión un relator grita un gol-- fotografía, con la lucidez de Pedro Almodóvar para otorgar profundidad a imágenes en apariencia casuales, dos realidades poderosas de la cultura de fin de siglo. Una es la del fútbol como la última de las unanimidades posibles para sociedades cruzadas por la incredulidad. La segunda, la presencia de la televisión como vehículo del fútbol, como agenda de su relación con la gente. El homo sapiens convirtiéndose, lenta, gradual e ¿inexorablemente? en homo sensus y homo videns, como marcan los apocalípticos del análisis social contemporáneo. El Mundial Francia 1998 es, mirado desde la Argentina, buena expresión del estado de las cosas, que no es necesariamente malo en sí, sino diferente del pasado. Desde que Juan José Sebreli imaginó en los 60 que era responsable de la alienación de las masas, forzando la realidad para que cupiese en su tesis, el fútbol no paró de crecer, de expandirse, de cautivar a públicos muy disímiles entre sí. Ya no es un entretenimiento de varones pobres, sino también un fenómeno global, que involucra a todas las clases y todos lo sexos, a diferentes generaciones y culturas. Lejos de alienar, el fútbol a gran escala y en largo aliento, educa a su público: le enseña a ganar y a perder, le exhibe el valor del sacrificio y del trabajo en equipo, le muestra el peso de la historia pero también que la historia puede cambiarse, remarca el papel de las individudalidades, castiga al que especula --Paraguay-- y al que sobra --Nigeria-- y premia al que arriesga con los pies sobre la tierra. A largo plazo no triunfan los malos, como con frecuencia ocurre en la política y en el resto de la vida: por eso Brasil es cinco veces campeón mundial, por eso todos los héroes de los mundiales son jugadores de ataque. La televisión es en el Mundial 98 la escuela informal en que estos valores se aprehenden y transmiten, por encima de la cháchara de los relatores, a veces maestras ciruela de la nada o desbocadas directoras patrioteras. La tele no es la patotera falta de sapiencia futbolística de Marcelo Araujo o la incultura irremediable y pedante de Mariano Clos, sino el esfuerzo titánico de decenas de personas que sirven a diario un plato delicioso a los comensales del fútbol sin que nadie sepa sus nombres: editores, directores, camarógrafos, productores, los dueños del aguante. Al terminar el Mundial, todos sus telespectadores serán mejores: habrán aprendido una serie de lecciones inolvidables de la vida. Es que el fútbol es como la vida. Y se juega como se vive.
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