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Por James Neilson
Si la obsesión por los números --¿aritmomanía? ¿pitagorismo?-- no fuera sino una enfermedad peculiar de economistas que quieren ser tomados por científicos, estos sacerdotes supremos de los tiempos que corren, podríamos dejarla pasar, pero ocurre que la misma pasión se ha apoderado de muchísimos más. En épocas menos evolucionadas, los periodistas deportivos imitaban a los malos novelistas para describir las hazañas de sus héroes, hoy en día fingen ser analistas financieros doctos y confeccionan tablas estadísticas de complejidad creciente en su intento de captar lo que sucede en el campo de juego. Ni siquiera la literatura ha sido inmune a esta plaga: ya es común calificar a los libros con estrellas --cinco si uno simpatiza con el autor, ninguna si es un enemigo personal o ideológico--, y las tablas de posiciones de los "best-sellers" ocupan un lugar de honor en cada suplemento cultural que se aprecie. Hay estadísticas para todos los gustos. Las Naciones Unidas mide con
precisión surrealista el "desarrollo humano" de los distintos países, aunque
lo que parecería espléndido a algunas personas horrorizaría a otras: Transparencia
Internacional calcula la corrupción hasta dos puntos decimales; Amnistía Internacional
sabrá la cantidad de torturadores per cápita; Dios, Alá y el Diablo tienen su rating.
¿Si no apareces en la tele no existes? Grave error. Lo único que realmente existe es lo
que puede transformarse en números, lo demás es un sueño que pronto se esfumará. |