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Por Eduardo Videla Era el momento culminante del festejo, a eso de las 20. Una multitud de 15 mil personas había colmado la Plaza de la República y deliraba al ritmo de los redoblantes mientras numerosas familias se sumaban a los festejos y el tránsito, a esa altura, se había hecho imposible. Bastó que los policías que custodiaron durante toda la tarde los móviles de TV se retiraran del lugar, poco después del último penal, para que un grupo de 20 muchachos la emprendiera contra una combi de América TV primero, contra la pantalla gigante instalada en el lugar después y, finalmente, contra otro móvil del mismo canal. Fue entonces cuando entró en escena la infantería a los bastonazos con el resultado de siempre: una nueva descarga de piedras y objetos de todo calibre sobre la policía. Después, el descontrol: una represión indiscriminada, con palos, gases lacrimógenos y chorros de agua que no hicieron distinción entre los niños, mujeres y ancianos que participaban del festejo y los que habían provocado la revuelta. El saldo, a última hora, era de al menos 70 detenidos, 17 policías internados con heridas y unos 25 civiles lastimados, entre ellos, dos periodistas. El frenesí se desató a las 18.55, con la atajada de Roa. Ya había miles de personas en el Obelisco, que habían contenido la tensión durante tres horas frente a las pantallas de América. La multitud ya venía "incentivada": antes del partido había soportado la transmisión en vivo de Jorge Pizarro, desde un escenario montado especialmente para el show. Miles de jóvenes se habían hecho dueños de la Plaza, pero no eran los únicos. Otros miles tenían como principal objetivo el Obelisco. Decenas de familias con bebés se sumaron a los adolescentes que bailaban envueltos en banderas, con las caras pintadas de celeste y blanco. Una murga con lanzallamas y todo convivía con oficinistas que abandonaron temprano su trabajo y círculos de chicos que bailaban al ritmo de "Que vamos a ser campeone' otra vez como en el '86". Iban no más de 40 minutos de festejos cuando un grupo se subió sobre una combi contratada por América mientras otros le forzaban las puertas y desmantelaban el tablero. "Nos robaron el pasacasete, lo hacían volar por el aire, lo mismo que el matafuegos", relató un movilero convertido en testigo. Nadie intervino durante esos minutos. "Había unos diez policías de uniforme que se fueron no bien terminó el partido", relató Martín (24) también testigo de los hechos. Luego la emprendieron contra el escenario, que quedó reducido a astillas, y después contra otra combi que terminó con el parabrisas roto y sin estéreo. La actuación policial pasó entonces de la omisión a la prepotencia. "Entró la infantería con los bastones, mientras tres comisarios de sobretodo marrón pateaban a la gente para que se fuera", contó Aníbal, auxiliar de un canal de TV. Policías y camarógrafos quedaron en esa suerte de pozo que es la plaza, mientras los revoltosos los apedreaban desde los taludes de césped. Miguel Leved, ayudante de cámara de Canal 13 cayó herido con un tajo en la frente y tuvo que ser hospitalizado. Enseguida tronaron los gases lacrimógenos y el aire se tornó irrespirable. Padres con chicos en brazos se encontraron en medio de las corridas, sin saber en qué dirección huir. Los bastonazos fueron indiscriminados. "¿Por qué, si vinimos a festejar, nos tienen que correr a palos? ¿Qué hicimos nosotros?", lloraba, de la mano de su madre, Natalí (15), que había llegado con la ilusión de celebrar el triunfo. "¿Ellos no son argentinos, acaso?", se quejaba Susana, la madre de la chica, ante este cronista. Enseguida se sumó a la rueda un chico con rasgos orientales. "Te parece, que soy argentino yo", dijo Antonio, coreano, de 17, mientras mostraba su mano derecha chorreando sangre, convencido de su inmunidad de extranjero. "Yo no festejaba, sólo vine a ver. Y vi unos canas matando a un chabón, cuando me dieron un botellazo en la mano", relató el coreano ya algo aporteñado. A las 21.30 sólo quedaban unas 300 personas que seguían festejando. La murga seguía firme, con su lanzallamas. El hombre que le había alquilado la combi y el video wall a América despotricaba contra la gente del canal. "Ustedes incentivan a las fieras, quieren que haya sangre para poner las cámaras. Ahí tienen", se lamentaba el hombre, que sólo pensaba en las pérdidas que no cubriría el seguro. Algunos manifestantes también mostraban su encono con la gente de la TV. "La cana viene acá porque están ustedes", les recriminaban. "Hicieron bien los muchachos de la Selección en cortarles el rostro, por botones". A las 22 llegó la guardia antimotines. Los efectivos en el lugar ya eran cerca de 500. De prepo, intentaron dispersar a los últimos empecinados, que a esa altura sólo cantaban y bailaban. Hubo entonces más piedras y chorros de Neptuno. Corridas y detenciones. Y ambulancias con más heridos. La calle estaba regada de piedras, tachos de basura y vidrios. El festejo y la batalla campal habían llegado a su fin.
Crónica de una tarde mirando para arriba Ataúdes de cartón para Thatcher. Gente descompuesta. Cábalas. Una muleta tirada: historia del partido desde el Obelisco. Por Rodrigo Fresán Como en el principio de 2001: Odisea del Espacio o como al final de Encuentros cercanos del tercer tipo. Una de ciencia-ficción, en cualquier caso, de no creerse. Una de otros mundos donde se dirime uno de esos momentos trascendentes para la humanidad o --por lo menos, ya que estamos-- para ese extraño e inclasificable planeta conocido como Argentina. Lo dicho, de película: todos mirando para arriba, el cuello en los filos de la tortícolis, sólo que en lugar del monolito de Kubrick o el ovni de Spielberg están todos esos televisores encendidos en diferentes canales pero apuntando al mismo sitio. St. Etienne. Las implicancias del episodio en cuestión --un simple y complejo partido de fútbol, un duelo viejo como la Historia, dos países-- son demasiadas e innumerables. No es fácil teorizar sobre los nervios o las pasiones; para ellos sólo queda la práctica y, si pasa por el insano deporte, mejor. Así estamos, así están todos dándole vueltas al asunto o al Obelisco una nublada tarde de junio. Así: Alguien recuerda en voz alta que, durante la primera presentación de los Beatles en el show de Ed Sullivan, los índices de criminalidad bajaron a cero en Estados Unidos. "Hasta los chorros y los asesinos pararon para verlos" y ese alguien se pregunta cuál será el índice de criminalidad, ahora, a las cuatro de la tarde, en Argentina. Alguien, irónico, supone que "subió, seguro". Alguien enarbola un ataúd de cartón donde puede leerse "Perónevita" (sic) "Margare Thacher" (sic) y "Juligans" (sic) y "Diguito" (sic), sin saber que ahí remite a tantas cosas al mismo tiempo: la distancia que separa a Herminio Iglesias de un exocet y de un partido en México `86 es nimia, no es ninguna, pero el tipo no lo sabe. Alguien --una señora mayor-- se planta de espaldas frente al video-wall provisto por América TV para la Plaza de la República y le da la espalda como si se tratara de Miles Davis en el centro mismo de un larguísimo solo de trompeta. Alguien le pregunta por qué no mira y ella contesta que "me hace mal, la presión; pero no pude dejar de venir". Algunos van y vienen. Entran a bares y espían otros televisores como si la sombra terrible de ese primer tiempo pudiera ser conjurada cambiando de pantalla. Alguien se acuerda de alguna cábala y alguien se olvida de otra. Alguien escucha a Macaya Márquez después del segundo gol inglés definir el asunto como "un partido muy emotivo" y --un culto librero, un alma exquisita, me consta-- le espeta un "¡Pero por qué no te vas a la reputísima madre que te parió, Macaya! Emotivo las pelotas... ¿O sos noruego vos?". Algo parece ser cierto, la noche se viene y se viene la noche. Algunos gendarmes frente a una vidriera contemplan un televisor mudo. Atrás esperan un carro hidrante y uno de esos utilizado para llevar indeseables con ganas de hacer subir el índice de criminalidad justo hoy. Su superior primero les ordena que suban a los vehículos, después se los pide, luego se los sugiere, enseguida se los ruega. No hay caso. Motín a bordo. El entretiempo se festeja como si se tratara de la final del Mundial y --optimistas y con nuevos bríos-- vuelven los vendedores de banderas, de vinchas, de témperas de esas que "salen rápido y sin agua". Venden mucho. Venden más que antes. Algunos se ofrecen --entre serviciales y faunos-- a aplicarlas sobre las tersas y frías mejillas de las lolitas patriotas. Ellas encantadas, claro. Algunos se descomponen y algunos miran nerviosos las ambulancias que patrullan la zona cansadas como bisontes y se preguntan si van a tener que usarlas, si tendrá algún sentido todo este sufrimiento. Algunos --muchos-- al borde de la desesperación irrealista y mágica cantan a los alaridos que van a ganar "de la mano de Maradona" ignorando el tiempo y la distancia. Algunos --todos-- ya no ven el último tiempo complementario y se encienden las luces del Obelisco y mejor no mirar las pantallas y seguir bailando como poseídos. Pura macumba y la brujería no es solo brasilera. Entonces Francia no existe o es, apenas, una circunstancia. Por eso, a la hora exacta en que Roa ataja ese penal que cambia todo para siempre --o, por lo menos, hasta el sábado-- ya a nadie le importa nada porque importa todo. Alguien --cuando todos vienen corriendo por las rectas y las diagonales y el papel picado imita bastante bien una nevada eternauta-- dejó caer una muleta en el suelo y nunca va a saberse si volvió a caminar o si prometió no caminar más a cambio de una victoria. Alguien se da vuelta, le grita al Obelisco como si se tratara de un tótem que todo lo sabe y, con todos los dientes, le explica --como si hiciera falta-- que "¡Vos, oíme bien: ya no sos más el Obelisco; sos un dedo haciendo Fuck You!". |