Apenas entro al taxi siento que hay algo definitivamente raro. Tardo en darme cuenta: es el silencio. Digo la dirección y el taxista arranca sin pronunciar palabra. Avanzamos por las calles desiertas, increíblemente rápido. En el auto no hay radio: un hueco delata la ausencia. Dos veces estoy a punto de preguntar lo obvio, pero me duele romper la deliciosa calma en la que transcurre el viaje. Temo verme envuelta en otra de esas tediosas conversaciones. Hace frío, los vidrios cerrados nos aíslan del ruido. El afuera pasa como una película acelerada. Vemos los otros autos embanderados, corriendo su apuro hacia alguna pantalla. Las cintas celestes y blancas se agitan frenéticas con el viento y sueltan latigazos contra los vidrios. Seguimos sin hablar. Cuando el semáforo nos detiene vemos cruzar a chicos corriendo, con las caras pintadas. Se ríen, algún grito se cuela en el taxi. Otros pasan sumergidos en sus walkman, mientras sus pies vuelan junto al partido. Es él, finalmente, quien quiebra el silencio. --Vio --dice señalando una larga fila de taxis estacionados junto a un bar--. Todos paran para mirar el partido. --¿Y a usted no le gusta verlo? --me arriesgo a conversar. --No es que no me guste. Pero aprovecho, vio. Porque nadie trabaja, uno pasa por los lugares donde siempre hay fila de taxis, y nada. Entonces puedo agarrar unos cuantos viajes. Hace falta, hay una malaria... --¿Ni por radio lo escucha? --Es que me la robaron dos veces, así que no pongo más. Todo lo que dice es cierto y no es. Porque el hombre se ha delatado apenas abrió la boca. Sus eses y zetas dicen más que cualquier pasaporte. --O será que lo que le entusiasma es ver a España --digo, en mi infinita ignorancia, sin saber que España no clasificó. --No, yo hace un montón de años que estoy acá. Vine de chico, sabe, y nunca se me dio por juntarme con los gallegos. Mis mejores amigos son santiagueños. Pero, claro, me habría gustado que España clasificara. Porque él es de allá y de acá y de ninguna parte. Me cuenta que su hijo, que aquí era mecánico, se fue para España a estudiar. Que se recibió y ahora tiene un buen trabajo. Que le dice que vaya para allá, porque va a estar mejor. Y que tal vez lo haga. --Pero no sé cómo me voy a sentir allá, vio, porque son muchos años de estar acá. En un semáforo un chico se acerca con banderines y gorros de bufón, pero algo le debe anticipar nuestra indiferencia porque de pronto enfila hacia una camioneta. Dos autos pasan como una exhalación, haciendo sonar las bocinas y por un momento tapan nuestras voces. --Y a usted no le interesa --oigo finalmente que me pregunta, o más bien que afirma. --No, no me interesa. Aprovecho para hacer un trámite, ahora que no hay nadie. En ese momento llega el gol. Buenos Aires se agita frenética, los bocinazos aturden, los gritos parten el aire. "Parece que metieron uno", creo que dice mientras afuera la ciudad enloquece, una ciudad de pronto tan ajena, en la que los dos somos un poco extranjeros. Por un momento esa ajenidad nos une, a mí por mi fobia futbolística, a él por tener dos patrias y ninguna. Los dos expulsados del paraíso mundialista. Cuando nos detenemos hay una mujer esperando. --Tiene suerte --le digo--, otro viaje. --Usted también --me contesta mirando hacia la oficina adonde voy--. No hay nadie. Los bocinazos siguen en el aire cuando me bajo y sonreímos una despedida.
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