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SENTIMIENTOS
Por Juan Gelman


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T.gif (67 bytes) Hay sentimientos de grandeza sobrecogedora en la literatura trágica universal. "Mi ira no me olvida", exclama la Electra de Sófocles con dolor por la muerte del padre, Agamemnón, y cólera porque ha sido asesinado por Clitemnestra, la esposa adúltera, la madre. En la Tragedia del fin de Atahualpa, obra de autor desconocido del siglo XVI, que Jesús Lara tradujo del quechua al castellano, el Inca, consciente ya de que los conquistadores no son los dioses anunciados por una vieja profecía sino "enemigos con barba" rapaces y ávidos de riquezas, exige al mundo: "El oro y la plata que hubiere/ escóndase en la entraña de la piedra/ y si sobrase un algo/ conviértase en ceniza./ ¡Ocúltate, opulencia/ pobreza, hazte presente!". Esos momentos no escasean en los dramas de Shakespeare y uno es particularmente conmovedor. Anuncian a Macduff que Macbeth ha asesinado a su mujer y sus hijos, Malcolm lo exhorta a la venganza y el abrumado padre dice: "¡El no tiene hijos!". La venganza es imposible.

Idéntica fuerza sostiene a un largo poema en idish que Itsjok Katzenelson escribió en el campo de concentración de Vittel, sur de Francia, de octubre de 1943 a enero de 1944: El canto del pueblo judío asesinado. La tragedia es moderna y colectiva y sólo esos grandes poetas que fueron Paul Celan y Katzenelson trazaron su dimensión con tanta profundidad. "¡Cielos, digan por qué, oh, digan por qué!", los interroga Katzenelson. "¿Por qué nos merecimos ser tan humillados en esta ancha tierra?/ La sordomuda tierra se hace la ciega... pero ustedes, cielos, la vieron:/ ¡ustedes lo observaron todo desde las alturas, y no se transtornaron/ No se nubló vuestro vulgar azul y el sol continuó brillando hipócritamente, como siempre/ rojo como un siniestro verdugo continuó rotando en su órbita de siempre./ Y la luna, como una vieja prostituta, salía por las noches a dar su paseo/ mientras las estrellas asentían con guiños inmundos, relumbrando con los ojitos como ratas". Esa grandiosa apelación al cosmos se asemeja a la del inca anónimo, pero no convoca a la piedra, a la plata, al oro: "¡Oh, pueblo mío, muéstrate, revélate ante mí, levanta tus manos/ desde las profundas fosas, apretadas, espesas, de kilómetros de largo/ cubierto de cal e incinerado capa sobre capa/ ¡Ponte de pie! ¡Levántate desde el último, desde el más profundo estrato!/ ¡Vengan todos, de Treblinka, de Sobibor, de Auschwitz (...) hagan una ronda a mi alrededor, una ronda enorme/ vengan, huesos judíos, desde el polvo, desde los panes de jabón/ abuelos, abuelas, madres con niños en los brazos!".

El 14 de agosto de 1942 los nazis arrancaron del ghetto de Varsovia, en dirección a las cámaras de gas, a numerosos ancianos, mujeres y niños, entre ellos, la mujer y los dos hijos menores de Katzenelson. Con y de ellos habla en el poema con tierno desgarro. Pero el texto no se limita a expresar furias y penas: registra una escena de resistencia armada del movimiento clandestino judío en el ghetto. "Ellos no lo sabían, no se lo esperaban. '¡Los judíos tiran!', gritaron los canallas/antes de exhalar su sucia alma. Era un malvado asombro; un desolado estupor./'¡¿Cómo se explica?!'. Algo tan inesperado: '¡Los judíos tiran!'. Era el grito de un pueblo/de asesinos. '¡Los judíos también saben hacerlo como nosotros, como cualquier alemán'". Y este señalamiento extraordinario: "¡Ay de nosotros! ¡Sabemos, sí, también nosotros sabemos rebelarnos y matar!/Pero también sabemos lo que ustedes nunca supieron y nunca sabrán en este mundo:/¡sabemos no matar al prójimo! ¡No destruir a otro pueblo creyéndolo despreciable!/Ustedes, blandiendo siempre la espada con prepotencia, no saben no matar". Versos perfectamente aplicables a la Argentina dictadurada, y no sólo.

La primera versión castellana de El canto apareció en Buenos Aires en 1993, a los 50 años del levantamiento del ghetto de Varsovia que Katzenelson presenció. El libro fue publicado por Ediciones Arte y Papel y Mois y Berta Zeitunc, prologado por Héctor Yánover e ilustrado por Ester Gurevich. La edición es espléndida y más aún la traducción: el poeta Elihau Toker supo encontrar en nuestro idioma el tono, las resonancias, el eco, el mismo aliento poderoso del poema original, tarea que le llevó seis o siete años. Toker cuenta que volvía del texto a su día de todos los días "empapado de tristeza". El egoísta lector dirá que valió la pena.

Katzenelson hizo varias copias del poema, que distribuyó entre sus compañeros y enterró una en tres botellas al pie de un viejo pino del campo de Vittel. El 17 de abril de 1944 los SS trasladaron a los prisioneros --también a Katzenelson y a su hijo mayor-- a un campo de exterminio en Polonia, casi seguramente Auschwitz. Vittel es liberado el 12 de setiembre de 1944 y una prisionera advertida desentierra las botellas: El canto sale al mundo.

Katzenelson manifiesta claramente en el poema su deseo de participar en el levantamiento del ghetto de Varsovia: "¡El último judío, si derriba a un asesino, salva al pueblo!", dice. Tenía 57 años y no le dieron un arma. Pero escribió y así estuvo en las filas de la resistencia hasta el final.

 

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