Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


Panorama Político
Ni justicia
Por J.M. Pasquini Durán

t.gif (67 bytes)  Antes de ser ministro y legislador, cuando era el más famoso de los fiscales de Milán, en Italia, Tonino Di Pietro escribió esto sobre la Operación Manos Limpias: "Habría sido más fisiológico y más proficuo si, como sucede en las grandes democracias, la política hubiera provocado todo lo que sucedió". Lo mismo podría decirse de la democracia argentina, aunque tal como suceden los acontecimientos por aquí ya nadie sabe quién juzga a quién ni por qué. El caso Oyarbide, por citar uno entre varios, puede ser prototipo de esa tendencia siniestra. Como lo acaba de apuntar bien el penalista y legislador porteño Raúl Zaffaroni: "Discutir si un juez era punto de la policía o de la SIDE, está mostrando que el juego acá tiene un costado muy duro y muy sucio. No hablo ya de valores, la palabra está muy gastada, pero una República tiene que tener límites y acá no los hay".

El mismo Zaffaroni distinguió, además, la diferencia con lo que ocurrió en Italia: "Allá hubo una judicialización de la política, aquí, en cambio, hay una partidización de la Justicia. No una politización, porque eso en el sentido de tener un Poder Judicial pluriideológico es sano. Pero no cuando se manejan jueces por teléfono. Primero dan la solución y después buscan el argumento. Es cierto que en Derecho hay media biblioteca para un lado y media para el otro, pero uno no agarra una u otra cuando le conviene. Uno está con una o con otra". Por eso, quizá, la formación del Consejo de la Magistratura despierta tantas expectativas, como si ese nuevo instituto, surgido de la reforma constitucional de 1994, fuera a poner las cosas en su lugar, aunque sea porque sustituirá el sistema monárquico por el cual tanto el Presidente como los gobernadores elegían a dedo a jueces y fiscales, y esos nombramientos eran piezas de horripilantes trueques en los negocios políticos interpartidarios en el Senado.

En ese sentido, la afamada "servilleta de Corach" es la exhibición grosera de un proceso de degradación institucional que tiene demasiados responsables como para esperar que de un momento a otro pueda darse vuelta como un guante. La corrupción, apuntalada por la impunidad, genera subculturas en la administración pública que no se resuelven con un cambio de figuritas. Hace falta una regeneración fuerte y amplia del tejido institucional para avanzar en dirección segura. Si no se puede confiar en ninguna autoridad, es muy difícil implantar políticas públicas que restituyan la confianza. Los episodios, sobredimensionados hasta límites ridículos, por la prostitución callejera en la Capital, muestran hasta dónde se pueden enredar los piolines cuando no hay confianza ni en los tribunales ni en las comisarías para aplicar las normas legales de la convivencia. "Uno no puede pensar en Derecho si no tiene un Poder Judicial, si tiene una policía desbocada que resulta autora o partícipe de los delitos más graves que se cometen en el país. Empecemos por ahí", explicó Zaffaroni otra vez con toda razón.

Mirando hacia adelante, ni siquiera hay criterios concordantes cuando se habla de "seguridad jurídica". Para el gobierno, consiste en tener una mayoría automática en los altos niveles del Poder Judicial que le garanticen la satisfacción de su voluntad. Para las corporaciones de negocios implica la continuidad económica, de tal modo que las modificaciones políticas no provoquen cambios bruscos en la regulación del movimiento de capitales (monopolios, fusiones, exportación de ganancias, tasas de interés y rentabilidad, distribución de la riqueza, etcétera). Para una parte de la sociedad, implica la práctica de una noción básica de igualdad ante la ley, mientras que para muchos otros representa la protección de sus vidas y bienes. Cómo podía ser de otro modo en la Capital y el Gran Buenos Aires si seis de cada diez personas aseguran que cambiaron sus hábitos por miedo a los delincuentes.

"El problema de la criminalidad en ascenso no encuentra solución en la represión, sino en las modificaciones de la forma de organización económica de la sociedad, y esto es lo que no se discute" (Pregón judicial, marzo/98), asegura el gremio de los empleados de los tribunales. No se discute, pero se actúa: hay más de dos mil procesados en todo el país por participar en conflictos sociales, según la misma fuente. Un índice elocuente, de paso, para comprobar que las aguas no están tan quietas como a veces pueden parecer a simple vista, sobre todo si se compara el dato con el número total de presos en el país: 35 mil.

La desigualdad ante la ley aparece como obstáculo incluso cuando un gobierno pretende equilibrar la balanza internacional con reglas más equitativas. Si uno revisa los estatutos del Fondo Monetario Internacional (FMI), por ejemplo, encuentra que toda América latina tiene el 8,3 por ciento de los votos, mientras los países ricos, una minoría acreedora de la deuda externa, manejan el 56,2 por ciento de los votos. Hasta Francis Fukuyama, autor de El fin de la historia, reconoció la prepotencia del "modelo" llamado neoliberal: "La victoria intelectual de la teoría económica del libre mercado ha estado acompañada de una considerable dosis de arrogancia", aceptó en recientes declaraciones (Perfiles liberales, mayo-junio/98).

El problema para todo gobierno que aspire a cambiar el statu quo no es sólo su incapacidad para incidir en las decisiones de organismos de presión internacional como el FMI, sino en las expectativas acumuladas en el pueblo por el grado de injusticia cometido por el "modelo único". Terminada la campaña electoral, los ciudadanos esperan la solución de sus problemas cotidianos: más puestos de trabajo, mejor funcionamiento de los servicios, una eficaz lucha contra los principales evasores fiscales y la "burguesía negra" para obtener recursos financieros en el Estado que se vuelquen a mejorar la salud y la educación públicas, un compromiso verdadero contra la corrupción y el crimen organizado, un mínimo de optimismo sobre el futuro, sin contar las reivindicaciones sectoriales.

En un seminario organizado esta semana por el Club de Cultura Socialista en Buenos Aires, Chacho Alvarez trataba de imaginar el escenario posible para un futuro gobierno de la Alianza. Al referirse a la posible oposición salvaje de un menemismo resentido por su desplazamiento, el líder del Frepaso anotaba dos movimientos probables: uno, el de la demagogia populista, que tratará de cabalgar esa ola de demandas populares para las cuales reclamará inmediatas (e imposibles) soluciones. El otro, la renovada alianza con los núcleos duros del establishment, deslegitimando a las nuevas autoridades cada vez que pretendan escapar del dogma económico neoliberal. Por ambas vías, concluía Alvarez, se alimenta la mayor asechanza que hoy afronta la democracia: la idea de su inutilidad para satisfacer el bien común.

En esa perspectiva, lo que se ha bautizado como "pata peronista" ha sido restringida a una operación de captura de una figura de esa estirpe para acompañar la fórmula presidencial, o en el mejor de los casos a una ampliación de la Alianza con la incorporación de disidentes peronistas del menemismo. Tal vez, en lugar de nuevos aliados debería entenderse como la necesidad de articular una oposición peronista civilizada, que abandone la idea de consignar su futuro a otra nomenclatura partidaria y esté dispuesta a establecer reglas mínimas de convivencia civil. En una democracia de alternancia hace falta un gobierno de calidad y también una oposición del mismo nivel, porque de lo contrario el bipartidismo se convierte en la antinomia excluyente, ya vivida por décadas entre peronistas y antiperonistas.

Entre el posibilismo resignado y la utopía de la transformación inmediata, sin embargo, puede haber una vía de salida, aún sin explorar, que consiste en restituir la equidad sobre dos principios básicos: la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades. Esto requiere un movimiento civil activo, desplegado, abierto, callejero incluso, sin miedo al conflicto social y con grandes dosis de sensatez y austeridad. Di Pietro, en Italia, anotó en sus reflexiones: "No necesitamos de un inexistente salvador de la patria, sino de un equipo competente y desinteresado". Mucho antes que él, Max Weber, un patriarca del liberalismo político, advirtió que los "líderes carismáticos" suelen aparecer como una necesidad en tiempos de crisis y transformación, pero si las instituciones democráticas no les ponen límites, suelen terminar en dictaduras plebiscitarias. La pertinencia del aviso cuadra a la perfección con los reiterados argumentos que brotan hoy del imaginario oficialista con proyectos que supuestamente quieren plebiscitar el inexistente derecho presidencial a un tercer mandato.

Desde el mismo escenario que Alvarez, el ex presidente Raúl Alfonsín reclamó de los ciudadanos un voto activo y comprometido: "Para cambiar --dijo--, es insuficiente el voto-castigo, aunque les dé la victoria a los candidatos de la Alianza, porque ese compromiso debe proyectarse a la gestión del nuevo gobierno". Hay que decir, sin embargo, que a pesar de las constantes invocaciones a la voluntad del pueblo, la actividad política por ahora sigue en las nubes. En el oficialismo hay una suerte de lógica que lo justifica, ya que desde su cúspide se pretende nada menos que forzar la historia para un propósito particular, casi privado. Es una típica actividad de conspiradores.

En la coalición opositora, por el contrario, los salones cerrados le quitan oxígeno a las expectativas populares que supo acumular a su favor y a las que reclama para el futuro. En toda coalición, por cierto, hay una etapa de encierro, incómoda pero inevitable, en la que los partidos miembros elaboran sus propios códigos y estatutos de convivencia interna, sobre todo si pretenden subsistir más allá del escrutinio electoral. Pero esa etapa, si se prolonga demasiado en contraste con las urgencias públicas, termina por hacer innecesaria esa regulación interpartidaria ya que la presión social no la justifica ni la comprende y, por consiguiente, en lugar de ensanchar su base la estrecha y la resiente.

Antes de que ello ocurra, es hora de pasar a la propuesta, de comenzar a actuar lo que se anuncia. De lo contrario, es difícil de entender que no haya una propuesta opositora para reorganizar las relaciones laborales, que supere las mezquindades de la propuesta oficial, o que la reforma tributaria sea un ejercicio de negociación parlamentaria o un atributo de especialistas. ¿Acaso es posible desligar la obligación impositiva de la moralidad y la ética de los negocios públicos? Una política tributaria justa es una llave de transformación en el cuadro actual de las economías nacionales presionadas por el poder globalizado, pero no podrá cumplir a cabalidad si no cumple al menos con dos requisitos esenciales: que paguen más los que más tienen y que reciban más los que menos tienen.

Lo que sucede en la Ciudad de Buenos Aires es una inevitable referencia para el futuro inmediato. Tal vez sea injusto como balance neto, sobre todo por el escaso tiempo transcurrido, pero la administración ejecutiva y la Legislatura, dominadas por los partidos de la Alianza, tiene una imagen de severo déficit a la hora de compatibilizar la obra realizada con las necesidades de los porteños. En estos tiempos, las imágenes, sobre todo en los plazos cortos, suelen tener una influencia rotunda, a veces más que los hechos mismos. Nadie regala el liderazgo, individual o de equipo, pero se afirman cuando logran sobrevivir a los peligros. Sería bueno imaginar que las alegrías y las esperanzas populares tengan un destino mejor y más ancho que una cancha de fútbol. Aunque, pensándolo bien, hay tan pocas alegrías y esperanzas que por ahora lo mejor es importarlas desde Francia.

 

PRINCIPAL