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Y la pasión tiene su corazón, ese lugar de resonancia que toda ciudad que se merece posee en algún rincón elegido por la gente para expresarse. Ese lugar es el Port Vieux, el puerto viejo, encrucijada natural de tipos varios en el tiempo y en el espacio. Porque estos marselleses no son galos ni europeos sino por añadidura. Son mediterráneos, gente de barcos, de ida y vuelta, de taberna y trasnoche. No había, por lo tanto, mejor lugar para compartir con ellos la tenida con los italianos que allí, en el corazón de su corazón, de donde comenzó a bombear el latido de la gente y del ruido a partir del momento en que el calvo Di Biaggio tiró el penal siete centímetros más arriba de lo que la exigente gloria le pedía. Empezamos a ver el partido, todo ese trámite inicial esperanzador para los locales, en el Marengo, un bar de Saint Saëns y Ballard, de esquina sin ochava y doble circulación de gente. En las paredes, imágenes de toros, avisos de bebidas tropicales, fotos futboleras. Turistas, abstenerse... En el rincón, bien arriba, la tele no demasiado grande; abajo, una platea heterogénea de veteranos habitués y algunos ocasionales más jóvenes. Eran cincuenta largos que incluían un cuarteto que jugaba a las cartas en un rincón pero no evitaba el improperio, levantando la mirada ("Djorkaeff no tiene huevos") cuando el sutil delantero vaciló en situación de gol. Parecía un bar de barrio con curdas sentenciosos pero no escépticos que sólo se empinaban en el "alléz, Zuzú", cuando el pausado Zinedine la jugaba con precisión. El segundo tiempo nos mudamos al Le Guepard, que era (como el partido) otra cosa. En el centro de la misma manzana partida en cuatro, ya acondicionada para el turismo, terraza con toldo estirado para proteger mesitas y mesitas entre maceteros paquetes. Ahí la tele ya no es una reliquia colgada en un rincón sino un montón de pulgadas abiertas a una platea también abierta que incluye extranjeros e indiferentes. Hay quien ve el partido con su novia y alterna su atención entre las piernas de ella o las de su admirado Thuram, que ya empieza a ir, a ir por su costado. Cuando cabecea apenas afuera Di Biagio y la pelota sobra a Barthez, hay un suspiro hondo que será el penúltimo. Y hay quien se asombra y ríe, distante, de la pasión de algunos. No es un lugar digno para ver el alargue; y nos mudamos. Para la muerte en dos cuartos de hora, elegimos El Cométe, apenas enfrente, pero otro mundo. Todos varones de entre veinte y cincuenta y a esa altura ya no queda ni siquiera el simulacro de la distribución original de las mesas. Sesenta varones en plena ceremonia de contemplación hipnótica desde todas las sillas estratégicamente ubicadas, hasta la barra. Consumo monopólico de cerveza. Las mejores mujeres del mundo se pasean, infructuosas, frente a las ventanas abiertas a una vida que es, por media hora, indiferente. Nadie las mira. Pueden andar desnudas que de allí no saldrá un gesto. Aquí hay holandeses, algún italiano solapado, un par de argentinos incluso, pero todo el mundo asiste respetuoso a la agonía de los locales. Hay un alarido cuando Pagliuca tapa el gol de oro ante Djorkaeff, pero les sale sordo: antes han dado su último suspiro cuando Robertino Baggio la tocó de aire afuera y salió apenas así del segundo palo... Un veterano ya jugado con la Heineken sostiene que él "lo había dicho: este partido de mierda termina en los penales". Y así es. Hay un solo lugar para ver la macabra ceremonia: el Olympique Marseille Bar. El nombre lo dice: es una especie de sede alternativa, un reducto de fanas celestes frente mismo al agua y los barquitos. Es un largo local abierto largamente a la calle, poco profundo y muy ancho, con la barra a dos metros escasos, paralela a la vereda. Hay televisores para todos los ángulos y nadie está sentado. Las camisetas del club parecen recién arrancadas a los jugadores y enmarcadas en la pared entre fotos y emblemas. Eso es una tribuna que se comporta como tal: en vivo. Cientos de desaforados, desbordantes en la vereda, alientan a cada pateador blanco por su nombre y abuchean a cada azzurri con un "uuuuh" interminable. Y cuando Di Biagio no puede con su alma en el último tiro, todo revienta. Si Francia le ha ganado a Italia en Saint Denis, tan lejos, de algún modo el alarido que se toma el barco en Marsella llega al mundo entero.
Por Juan José Panno
Los italianos sacaron el lateral y no dejaron la pelota donde estaba, se la mandaron al arquero Barthez y el alargue se terminó de consumir ahí mismo abriendo el paso a otra historia: la de los penales. Según se lo mire, el gran gesto de Petit fue digno de cualquiera de los maniqueos miembros de la familia Flanders o de Lisa Simpson. Uno se queda con esta última opción, aunque uno pueda sentirse, en el fondo, más cerca de Bart Simpson. Tal vez, se dirá, Petit hizo lo que hizo porque la presión que recibe un jugador francés es apenas una cosquilla comparada con la que sufren los italianos; quizá porque el fútbol aquí en Francia no ha perdido la dimensión de juego. Puede ser. Se acepta cualquier explicación al tono, pero por lo que sea, el tal Petit pensó antes en la limpieza del juego que en la necesidad del triunfo. O mejor, no pensó nada, la tiró al lateral y chau, como la cosa más natural del mundo. Un gesto chiquito, el de Petit, agrandado por la realidad que imponen las corrientes en vigencia. "En una jugada se puede definir todo", piensa el mezquino Cesare Maldini, el técnico de los italianos, y entonces programa a cada uno de sus jugadores como máquinas de marcar, quitar y especular con un error del rival o en genialidad propia fuera de contexto, que no incluye la posibilidad de juntar a Del Piero y Baggio. "Una jugada no define nada", pudo haber pensado, si es que pensó algo, el tal Petit, como respuesta con forma de lección de vida al maestro Maldini. Pero el técnico de Italia no hubiera entendido, ni aceptado tamaña irreverencia, semjante indiferencia ante la eventual gloria, como tampoco lo hubieran entendido los Clemente, y tantos Dioses del Averno futbolístico que andan dando vueltas por el mundo con su mensaje nefasto. Alguna vez, en Sevilla, Bilardo gritó en el medio de un partido algo así como "pisalo, pisalo, el rival es un enemigo y hay que pisarlo", cuando estaban atendiendo a un jugador caído. Otra vez, un viernes 3 de julio, en París, sobre el final de un partido espantoso, un tal Petit tenía la posibilidad de tirar un "extremauncentro" y, en cambio le pegó a la pelota de taco, al lateral, sin darse cuenta. Fue una de las mejores jugadas de este Mundial.
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