|
Por Fernando D'Addario Que el peregrinaje por el mundo ayudó al tango a despojarse de ese estigma pecaminoso endilgado por los porteños de buena familia, no afecta mayormente su prosapia de arrabal. Tampoco el desliz de Casimirio Aín, el Vasco, quien debió bailarlo frente al papa Pío X para demostrarle que no se trataba de una danza obscena. Ese esbozo de legitimación institucional no contemplaba futuras concordancias que hoy sorprenden sólo a partir del exotismo. En Finlandia, un grupo de teólogos consiguió imponer el tango "Satumaa" (significa "Tierra de leyenda") en el libro oficial de salmos de la Iglesia Luterana. En Ankara, Turquía, para certificar la legalidad de un matrimonio son necesarios dos requisitos: la bendición de Alá y la interpretación de "La Cumparsita" antes de que ingresen los novios a la fiesta de bodas. Ahora bien, que en California un ex cura llamado Gerald Wagner haya ideado una Tango Hotline para satisfacer las necesidades del público adicto estadounidense, ya parece demasiado. Así están las cosas en el mundo del tango. Un mundo que, cerca del 2000 y aun prescindiendo del calificativo de porquería que le vaticinó Discepolín, se aproxima al ritmo del 2x4 con espíritu de cambalache. El boom que hace quince años significó el espectáculo Tango Argentino (creado por Claudio Segovia y Héctor Orezoli), primero en París, después en Broadway, potenció un fenómeno comercial cuyas esquirlas cobraron vida de maneras diversas. No hay "un" tango argentino en el exterior, sino procesos de acercamiento contrapuestos entre sí. El maestro Luis Stazo (quien junto con José Libertella dirige el exitoso Sexteto Mayor) no se equivoca cuando cuenta que "si vos estás buscando uno de esos discos raros de Piazzolla, de esos que en Buenos Aires no se consiguen, andá a Berlín y seguro que lo encontrás". Pero al mismo tiempo, en muchas fiestas de casamiento en San Francisco (Estados Unidos) es muy cool la costumbre de contratar bailarines con atuendos típicos de malevos de principio de siglo. Claro que para acercarse con más énfasis al verdadero espíritu porteño, eligen una escenografía con palmeras y arenas tropicales. Muy cerca de allí, en Los Angeles, al departamento de Asuntos Culturales (en combinación con el consulado argentino) se le ocurrió una brillante idea: concretar el Primer Festival de Tango. Las primeras figuras que decidieron invitar fueron Julio Iglesias y Plácido Domingo. Esta dicotomía obliga, según el psicólogo y milonguero Rubén Terbalca, a "hacer una diferenciación básica: hay muchos países de Europa donde se vive y se hace el tango de una manera muy genuina, es un fenómeno natural, y eso no tiene nada que ver con la cosa falluta, con ese espectáculo coreografiado, pleno de acrobacia, que sólo tiene por objeto impactar a quien lo mira". Y establece un agregado antropológico: "Un país que tiene vivo el folklore no acepta al tango, por eso triunfó en los lugares más ricos de Europa, como Alemania, Suiza, Francia, y no terminó de prender en los países más pobres de Europa. Lo mismo pasó en Asia, donde es furor en Japón y no existe en China. El adelanto industrial y tecnológico destruyó el folklore de esos países, por eso se aferran al tango, que representa algo así como unas vacaciones del alma para ellos, un último lugar de festejo de la identidad, como lo fue en Buenos Aires hace tantos años". Hasta la aparición triunfal de Tango Argentino, las orquestas y los cantores constituían el centro del espectáculo tanguero, eje que viró hacia las parejas de baile, a tal punto que hoy los músicos son prácticamente el relleno de las coreografías. De todos modos, y más allá de alguna queja por la falta de protagonismo, mal no les va: en una gira por Estados Unidos, un músico solista cobra un promedio de 6 mil dólares por mes, más los viáticos. Es que el negocio del tango en el exterior excede cualquier diagnóstico hecho a la distancia: el espectáculo Forever Tango, dirigido por Luis Bravo, se prolongó durante 92 semanas en el Theatre on the Square de San Francisco y facturó 10 millones de dólares. No son los únicos que obtienen grandes ganancias: la orquesta del "gordo" Leopoldo Federico ("uno de los que mejor pagan", admiten sus músicos), Julián Plaza, los espectáculos integrales de Mariano Mores (el año pasado condujo en Londres a la British Concert Orchestra en una puesta que deambulaba entre la sofisticación técnica y el costumbrismo, con la interpretación de un malambo en el que un gaucho se transformaba en malevo), Tango X 2, Tango Pasión (el espectáculo del Sexteto Mayor, que hizo más de 700 presentaciones en el exterior), están pensados para un público de clase media alta del Primer Mundo. Todos ellos fueron reverenciados por personajes del jet set como Lady Di, Anthony Quinn y Madonna, entre otros. Néstor Ray, ex jockey, argentino y milonguero de alma, ganó miles de dólares por haber intentado que Robert Duvall, John Travolta y Sharon Stone aprendieran a bailar. Con la chica de Bajos instintos tuvo bastante menos éxito que Michael Douglas. La semana pasada estuvo en Buenos Aires Ursula Andress, quien amadrinó un nuevo reducto, el Recova Plaza, y de paso se dio el gusto de bailar con Juan Carlos Copes. Todo esto no es casualidad, y representa un fenómeno prescindente inclusive de la leyenda que envolvió a Rodolfo Valentino a principios de siglo. En los últimos veinticinco años, ciertos coqueteos cinematográficos ayudaron a cederle un plus de distinción: Marlon Brando bailando el tango con María Schneider en Ultimo tango en París no es algo fácil de olvidar y --en menor medida-- también impresionó ver al ciego interpretado por Al Pacino en Perfume de mujer ofreciendo una demostración de destreza al ritmo de un 2x4 algo tergiversado. En otros tiempos, la búsqueda del éxito en el exterior arrastraba todavía algunas pinceladas de candor. Mauricio Svidovsky, violinista de extensa trayectoria, hoy contratado por la compañía Tango X 2, recuerda que "en el '68 fuimos por primera vez a Japón con la orquesta de Juan D'Arienzo, pero sin D'Arienzo, porque él le tenía miedo a los aviones. Me acuerdo que hasta último momento lo querían convencer para que fuera, pero Juan desestimó todos los intentos diciéndoles: '¿Para qué quiero ir a Japón si allá no conozco a nadie?'". De todos modos, no sería conveniente ensayar el panegírico de la nostalgia, añorando la época en que la pasión se sobreponía a las tentaciones empresariales. El instinto comercial de los tangueros argentinos nació mucho antes de que se institucionalizara el término tango for export. La crónica destaca aquella primera gira de la orquesta de Francisco Canaro, en los años veinte. Vestidos de gauchos, debutaron en el Dancing Florida de París y se vieron obligados por contrato a recitar estrofas del Martín Fierro. Eso sí: la garantía de porteñismo auténtico siempre resultó espontánea y corrió por cuenta de los enviados especiales. Se recuerda la anécdota vivida por Edmundo Rivero en Sapporo, Japón, después de un show. En un cóctel le ofrecieron sake, la tradicional bebida japonesa. Rivero le guiñó un ojo al que tenía al lado y comentó: "Mirá hasta dónde tuve que venir para pegarme un saque..." A un par de metros, un japonés que hasta ese momento parecía mudo, le preguntó en perfecto castellano: "Sake, señor Rivero, como la falopa, ¿no?". Y hasta al más duro se le pianta un lagrimón. El ya nombrado Stazo recuerda que "una vez fuimos a actuar a Moscú. Hacía 32 grados bajo cero. En el teatro del Kremlin había 6 mil personas, y cuando terminó el espectáculo nos pusimos a llorar todos: subieron chicos de ocho, diez años, con ramos de flores para regalarnos a nosotros. Y pensar que los chicos de Buenos Aires no entienden nada de tango..." El que sí entiende de tango es el ex presidente de Zaire, Mobutu Sesé Sekó. En 1987 invitó a la compañía encabezada por Alicia Orlando y Claudio Barneix, creadores del espectáculo Tangos del futuro. Pero cuando llegaron a Zaire creyeron haber vuelto a un pasado desconocido. Actuaron en medio de la selva, a 60 km de la capital, Kinshasa. ¿El público? Más o menos: sólo habían ido 200 mil personas. Hasta muy poco tiempo antes, la pareja Orlando-Barneix solía darle colorido a las tardecitas de la plaza Dorrego, en San Telmo. Podrán asegurarse muchas cosas: que la locura de los alemanes por el tango (sólo en Berlín hay más de veinte academias de baile) tiene un origen subliminal en su orgullo por haber inventado el bandoneón; que los japoneses tienen tanta plata y están tan aburridos que pueden pagar sin chistar 120 dólares para un espectáculo de tango argentino; que dos minutos de Virulazo en escena valían más que dos horas de music hall; que no hay tango como el que se baila en el club Almagro. Pero es evidente que la cédula de identidad del tango dejó escapar como un suspiro la exclusividad que parecía haberle prometido al arrabal porteño. Y hoy, en este mismo instante, hay un puñado de turcos que se juntan en Estambul para cantar un tango para ellos emblemático llamado "En son hatiran". En castellano sería "Su último recuerdo". Y no lo escribió Cátulo Castillo, sino un tal Necip Celal Andel.
|