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Por Juan Sasturain Desde Marsella Casi no se pudo cantar "el que no salta es un holandés" porque en general los holandeses saltaban. Los que saltábamos menos éramos nosotros. Uno, ayer, sintió que era "el que no salta". Eramos menos y fuimos menos, y la tuvimos menos y ligamos menos. Incluso (lealmente, claro) fuimos a menos. Y ésa es la sensación que, sin drama, claro, porque estamos hablando de fútbol, el más lindo de los deportes, queda después de despedirse del Mundial. El fútbol es un juego hermoso. Claro que los partidos de fútbol no siempre lo son. Hasta ahora, en el Mundial, hemos visto pocos partidos bellos, bien jugados. El de Brasil-Dinamarca fue muy lindo: 3-2 y emociones a patadas con pocas patadas mediante; el mismo día, en el otro partido de cuartos, Italia-Francia fue bastante feo, aunque Italia tuvo peores aún, como el que jugó contra Austria. Sin embargo, ese mediocre Francia-Italia que acabó en los penales fue tremendamente emotivo. Eso es lo que más hubo hasta ahora: partidos emotivos, con cambios de marcador o, sobre todo, forcejeo prolongado por vencer una resistencia obstinada. Hubo resistencias obstinadas de defensas o de arqueros que resultaron heroicas; hubo resistencias obstinadas de técnicos, en cambio, que resultaron penosas. Además de emotivos, esos partidos resultaron tristes. En el caso de Argentina, que no jugó nunca demasiado bien, acaba de abandonar el Mundial dejando dos partidos de ese tipo: emotivos, interesantes por sus alternativas, que los harán, de algún modo, inolvidables. Y tristes. En lo técnico, no fueron buenos pero resultan casi casos clínicos, ejemplares, dignos de análisis. El partido contra Inglaterra de la semana pasada, que le tocó ganar; y este de Holanda que le tocó perder. Sacando ese detalle del resultado --los dos partidos podrían haber terminado a la inversa-- ambos tienen mucho en común: el despliegue de una estrategia futbolística no simplemente defensiva sino paranoica. Porque hay una diferencia básica entre la estrategia especuladora italiana y la argentina. Mientras un técnico como Maldini obra, groseramente, "de acuerdo con su naturaleza" y su actitud es resultado de una percepción bastante ajustada a la historia, los valores y los jugadores que elige o de que dispone, la actitud de Passarella no es realista sino ilusoria: se inventa una manera de relacionarse con el rival (el mundo) que no se corresponde con lo que tiene, con lo que vale, con lo que "está en su naturaleza". De ahí lo de la estrategia paranoica. Porque en los dos casos, ante Holanda e Inglaterra, Argentina salió a jugar poco y a cuidarse mucho, pensó más en contrarrestar la propuesta del rival que en imponer la suya. Tanto fue así que, cuando por facilidades externas (los rivales quedaron con diez) tuvo necesidad de imponer el ritmo e ir a buscar el resultado, vaciló, no supo hacerlo. No estaba preparado para eso: la manera misma de concebir la relación con los otros del entrenador se manifestó reiteradamente en la cancha. El recelo y la reticencia por principio, la tendencia a ponerse en situación de víctima y el no sentirse con obligación de ofrecer nada. Tanto fuera de la cancha como dentro de ella. Una verdadera lástima, porque la sensación, más allá de que estuvieran éstos u otros jugadores, es que se podría haber intentado jugar más. Se eligió no hacerlo. No se eligió la salud; se optó por la enfermedad. El paranoico busca motivos para tener razón. Y los encuentra siempre. Passarella prefiere sentir que tiene razón a cualquier otra cosa. El cansancio, los "mejores rivales", las alternativas adversas que podrían haber sido favorables... Lo que sucede es que las sensaciones colectivas han ido por otro lado. La sensación previa era que Holanda --un buen equipo que nos gusta a todos-- era en el fondo menos peligroso que Inglaterra para Argentina. Su estilo de circulación, toque, desmarque y búsqueda constante con control de pelota, sin envíos cruzados ni vértigo en el salto y la lucha física, con defensa zonal y sin marca personal pegajosa permitía jugar. Nos podían ganar, claro; pero se podía apostar a jugar y quitarles la pelota. Y no fue así, claro. Cuando terminó el partido, la sensación inmediata fue de penoso asentimiento: duele, pero está bien. Ni queja ni reproche ni rencor. Sólo la simple lástima de lo que pudo haber sido y no fue. Con los ingleses pudo no haber sido, y fue. Ahora, al revés. Está bien. Los holandeses jugaron mejor, tuvieron una propuesta más generosa, especularon menos y --aunque las ocasiones de gol fueron parejas-- daba la sensación de que no se guardaban nada. Nuestro equipo, sí. No se guardaron nada de esfuerzo, de más está decir, ni de entrega. Fuera de discusión, en ese sentido. Pero esos dos o tres minutos que jugamos con once contra diez (de la expulsión de Numan a la expulsión de Ortega) tal vez fueron lo más sintomático de nuestro desconcierto: había que ir y teníamos miedo. Claro que, como siempre, el paranoico consigue tener razón. Fuimos un poquito y, en el único pelotazo, nos ganaron. Ya está. Después de todo, que nos hayan ganado los holandeses y que sigan los brasileños y que hayan palmado los tanos con los franceses no está mal. En fin, el que no salta hoy saltará mañana.
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