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Una pista arranca de la designación del supremo tribunal de la ciudad, algo así como la Corte Suprema en chiquito. El jefe de Gobierno eligió juristas que nadie ha cuestionado en términos personales ni académicos (ver más información en la página 14). Pero encuentra dificultades a la hora de conseguir la aprobación de la Legislatura. Nueva Dirigencia, la agrupación de Gustavo Beliz, es una fuerza escindida en los hechos de su alianza con Domingo Cavallo y funciona como una suerte de partido provincial porteño. Hábilmente encontró un nicho político --ser más oposición incluso que el PJ-- y se ha propuesto explotarlo. No le fue mal. Halló una primera zona de diferenciación en el Código de Convivencia, donde esgrimió una posición más dura que radicales y frepasistas, y acaba de encontrar otra en la designación de los jueces supremos. Sin la aprobación de Beliz, De la Rúa no conseguirá la mayoría calificada para que los pliegos encuentren la bendición de la Legislatura. Las fuerzas de la Alianza en el distrito todavía no consiguieron instalar un ombudsman. Negociaron a Norberto La Porta por un puesto para el PJ en el Banco Ciudad y los antecedentes del candidato peronista impidieron el acuerdo. Tras varios meses de discusión, la Alianza no alcanzó un consenso sobre su propio candidato a defensor del pueblo y tampoco sabe cómo ni con quién negociar un ombudsman que sea de transacción y, al mismo tiempo, irreprochable. Con los jueces puede pasar lo mismo. Un pantano puede ser el destino de las designaciones, y el candidato más recomendable puede terminar desahuciado por la mayor laguna de la Alianza: no usa la Capital Federal como tubo de ensayo, porque la prefiere en los hechos, casi por instinto, como territorio de conflicto entre radicales y frepasistas, y a la vez no encuentra una forma de resolver el conflicto que impida trabas administrativas o frene decisiones importantes. Si la falta de una tecnología de alianzas, acuerdos y negociaciones con otras fuerzas es cosa que se solucionará tras la gran primaria entre De la Rúa y Graciela Fernández Meijide, se sabrá recién a fin de año. El Código de Convivencia fue otro experimento para la Alianza. El Frepaso partió de una postura radicalmente --en el sentido puro de la palabra-- distinta del sentido común imperante, que como todo sentido común está poblado por los prejuicios y absolutiza el Bien y el Mal. Siguió a su presidente de bloque, Raúl Zaffaroni, en el criterio de no penalizar el sexo callejero y, en todo caso, pensar más en la forma de dirimir los choques de la convivencia que en castigar como la vía suprema del orden urbano. El radicalismo se dividió entre quienes compartían la radicalidad del Frepaso y quienes muy pronto pidieron más castigo. El Ejecutivo de la ciudad nunca quiso abandonar la bandera del castigo y la restricción. Como Beliz, De la Rúa sintió que el vecino-promedio quiere sentirse un ciudadano ateniense, virtuoso y libre, pero teme el garantismo cuando un nivel tan alto de libertades individuales despierta el fantasma de la represión cero. Radicales y frepasistas, con la excepción de Zaffaroni (ver reportaje en la página 22), terminaron convergiendo en un código de compromiso. De compromiso interno, dentro de la Alianza: por el nuevo régimen, la Policía no puede detener prostitutas o travestis en las comisarías, pero puede molestarlos. Y de compromiso político hacia el electorado: no herir la susceptibilidad del vecino-promedio. La Alianza podía haber ido más adelante que éste. Eligió acompañarlo. De la Rúa, inclusive, mostró públicamente su disgusto por la presunta laxitud del Código, aunque es difícil que vete la nueva norma que tanto costó sancionar. Si lo hace, habrá elegido diferenciarse de sus compañeros de partido y de coalición separándose de la doctrina garantista que piensa antes en las libertades individuales que en límites y castigos. El Código de Convivencia impedirá que se maltrate a los ciudadanos en las comisarías por una simple contravención municipal. En términos relativos, la Policía Federal ha perdido poderes que siempre detentó. No es más juez y parte para determinar qué es lo correcto y qué es lo incorrecto en la vida de la ciudad. Sin embargo, la Alianza ha respetado con el nuevo Código la presencia de la Policía como factor de poder en la política porteña. En la calle. Cuando un travesti alborote en la vereda o una prostituta muestre un atisbo de ropa interior, el agente podrá interpretar que se trata de escándalo. Entonces deberá dar intervención al fiscal (una garantía de la ley) y llevar a la escandalosa a Tribunales, de donde se irá después de firmar un acta. El maravilloso esquema de convivencia y control puede fallar si el agente pide peaje para que prostitutas y travestis ejerzan el sexo en la calle. En ese caso, con el nuevo código la ciudad habrá estimulado la corrupción de la Policía y no habrá dado ninguna solución a los vecinos, que sencillamente pasarán de observar travestis sin protección a travestis con protección. Un ejemplo de que el sentido común puede terminar peleado con la eficacia, aun para lo que ese sentido común buscaba. El ensayo del Código supone, también, un descubrimiento. Si hasta ahora el único límite a la vista era el que fijaba la economía --el límite de un modelo abierto cándidamente a la globalización y, por eso, sin margen de maniobra-- acaban de aparecer otros. El peso de instituciones tradicionales como la Policía Federal, por caso, que plantean un resultado apto para optimistas y pesimistas. Optimistas: por lo menos, la Alianza consiguió eliminar los edictos. Pesimistas: la interpretación práctica del escándalo callejero quedará en manos policiales, y lo mismo la posibilidad de imponer peajes. De todos modos, cualquier lucubración sobre la Alianza en el gobierno necesita, también ella, algunos límites. Número uno: Buenos Aires no es del todo autónoma. Número dos: la experiencia es con De la Rúa en la administración; no se puede tejer hipótesis (ni mejores ni peores) con Fernández Meijide. Número tres: la Alianza cohabita con un gobierno central hostil. Y número cuatro: ni el PJ porteño ni Nueva Dirigencia representan una milésima parte del poder de oposición que podrá ejercer el PJ en el Senado, la Cámara de Diputados y la Justicia.
Antes
englobaba todo: una cosmovisión sobre el mundo y la vida, un proyecto político, la forma
de encubrir los intereses reales con un discurso ideal e idealista, una religión laica y
hasta el confort intelectual de quien controlaba sus preguntas y sus respuestas. La
ideología pasó de esa situación omnipotente al descrédito absoluto. Como concepto, e
inclusive como simple palabra de uso cotidiano en la cultura y la política. En Ideología.
Una introducción, que acaba de publicar Paidós, el académico inglés Terry Eagleton
propone un recorrido que hilvana la Ilustración, la Segunda Internacional, Lukács,
Gramsci, Adorno, Bourdieu, Schopenauer y Sorel. Para Eagleton ha dejado de hablarse de
ideología por el descrédito de toda noción de representación, por el
"escepticismo epistemológico según el cual el acto mismo de identificar una forma
de conciencia como ideológica entraña alguna noción insostenible de verdad absoluta y
porque, cuando se analizan las relaciones entre racionalidad, intereses y poder, se
considera que la ideología es un concepto redundante. Especialmente polémico es el
capítulo sobre discurso e ideología y la crítica a lo que Eagleton llama
"inflación de discurso". |