EL CASTILLO DE NAIPES DE ASIA
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Por Alex Brummer En medio del bullicio metropolitano, el ruido y los rascacielos de Tokio, el antiguo Templo Jindaiji, situado en un sereno jardín botánico en la ribera del río Tama, hace tiempo que ofrece un santuario alejado del moderno Estado industrial. Durante siglos los jóvenes --para que su educación fuera un éxito--, y los enfermos --en busca de la fuente de la juventud-- han peregrinado para orar por una vida mejor. Unos pocos cientos de yenes compran una placa de madera tallada, algunas decoradas con la imagen de la muñeca Daruma de la suerte, donde los peregrinos inscriben sus deseos en gruesos caracteres japoneses. Las placas están colgadas de un campanario al frente del templo con la esperanza de que el dios del agua, Jinja-Daido, eche a los malos espíritus. Ultimamente el tono de las inscripciones ha cambiado. Entre los pedidos para curaciones y aprendizajes hay una nueva y más cosmopolita categoría: los quejosos pedidos de seguridad en los empleos. "Quiero conseguir un empleo, por favor, ayúdame"; "espero poder hacer un buen papel en mi nuevo trabajo y aprenderlo pronto"; "que a mi familia y a mi trabajo les vaya bien"; y un mensaje garabateado por una joven y práctica mujer pidiendo que los dioses la ayuden a convertirse en una azafata de JAL. Las mundanas súplicas, en un lugar donde el único comercio es la venta de las placas, el incienso y las velas hechas a mano, son un agudo recordatorio de las realidades que ahora se han introducido en la más sagrada de las áreas de la vida japonesa. El Japón de post Segunda Guerra Mundial se enorgullecía de crear su propia forma durable de capitalismo en la que los trabajadores y los gerentes podían contar con empleos de por vida y donde las compañías estaban agrupadas como en familias --keiretsus -- donde las fuertes cuidaban de las débiles. Bajo este sistema el consumidor tenía garantizado un constante crecimiento del nivel de vida --y no los ciclos del tipo "paren-sigan" de las economías anglosajonas--, y los bancos era las nuevas ciudadelas del Pacífico, tan fuertes como los de Suiza y mucho más grandes.
Todo eso está cambiando, y tan rápidamente que muchos japoneses no saben a quién culpar o cómo manejarlo. Pero la gente común reconoce que esa forma de vida cómoda y predecible está llegando a un súbito final. La seguridad del empleo está desapareciendo; gastar en las grandes tiendas del país, algunas de las más lujosas del mundo, es algo que está llegando a su fin. Los miles de millones de dólares en obras de arte que llenaban los depósitos en los años de gloria están volviendo a Nueva York a través de las casas de remate. Los juzgados de quiebras están tan repletos con casos que no dan abasto. El dinero en efectivo está fugándose rápidamente de los bancos japoneses a otros países. A diario se forman colas afuera de las sucursales del Citibank de Tokio, porque los ciudadanos buscan un hogar más seguro y norteamericano para sus ahorros. Los keiretsus se están divorciando; los bancos se separan de las compañías industriales, dejando a los rezagados que sobrevivan o se caigan solos. Lo más perturbador, quizás, es el eco del gran crash en los Estados Unidos, con el porcentaje de suicidios creciendo rápidamente entre grupos de todas las edades. Muchos de los que se quitan la vida aducen que los principales motivos son las "dificultades económicas" y el deshonor de la bancarrota es la causa más frecuente del aumento de las muertes.
Lo chic y lo real En el elegante distrito Shibuyu, en el corazón de Tokio y hogar de la cultura joven más chic de la ciudad, es difícil detectar que algo anda mal. Los cafés y las casas de té están llenas de gente joven vestida con etiquetas de diseñadores conocidos; las boutiques están llenas con los últimos modelos de skates de Santa Cruz y el famoso Bazar Oriental, que vende arte, artesanía y antigüedades japonesas, está lleno de turistas y locales gastando yenes libremente. Pero en cuanto uno toma el subterráneo desde el centro de la ciudad a través de los infinitos suburbios atiborrados, donde la ropa y los futons de dormir lavados cuelgan de los balcones y se escurren sobre los trenes que pasan, el tono cambia rápidamente. Al final de la línea de subterráneo queda Kawasaki, separada de Tokio por el río Tamagawa y un mundo aparte de los esplendores de Ginza y las torres estilo Manhattan de Shinjuku. Pero Kawasaki es el Japón real, el corazón industrial en la bahía de Tokio. Aquí, los camiones desde y hacia las refinerías petroquímicas hacen cola durante varias horas en la autopista, esperando cargar o descargar. Decenas de miles de pequeños talleres, los subcontratistas de la poderosa Toshiba y otros grandes nombres de los electrodomésticos, fabrican los componentes para los equipos que eventualmente se apilarán en los negocios desde Tottenham Court Road en Londres a la calle 47 en New York. Mi chofer, Yoshihiro Okuyama, se cuenta entre los nuevos desposeídos de Japón. Hasta hace mas o menos un año, Okuyama, de 47 años, vivía una vida cómoda trabajando desde hacía más de una década para un subcontratista fabricante de circuitos integrados para computadoras notebook. Pero cuando Japón entró en su prolongado período de estancamiento la fuerza laboral fue recortada: "El trabajo de Toshiba se hizo muy irregular, podía ver cómo la gente mayor se iba, y decidí irme antes de que me lo pidieran". Okuyama, proveniente del extremo sur del país, encontró que su mundo se caía en pedazos a su alrededor. No tenía trabajo, su mujer y sus tres hijos lo dejaron y el único trabajo que pudo encontrar fue manejando un taxi. Chofer de taxis es una profesión precaria en Tokio y en sus alrededores: los choferes son los conductores más erráticos del mundo, y algunos de ellos son tan inexpertos que no pueden localizar lugares tan obvios como el todopoderoso Ministerio de Finanzas o el Tokio Hilton. Okuyama tuvo que bajar su tren de vida. En lugar de jugar al golf con sus amigos e ir al bar a beber sake, pasa sus horas libres, cuando no está detrás del volante, jugando al pachinko, el juego de apuestas de billar que es una obsesión nacional. Culpa a los burócratas japoneses por su decadencia. "El Ministerio de Finanzas es responsable," dice, "deberían sacarse de encima los malos préstamos en los bancos." Tampoco va a votar en las elecciones del 12 de julio próximo. Su mayor ambición ahora es para sus hijos. "Quiero verlos en algo que les dé un empleo seguro, no los subcontratistas. Ninguno en la central de Toshiba perdió su empleo," dice. Camino a las principales calles de negocios de Kawasaki, muchas de las pequeñas tiendas están cerradas, con las persianas bajas y abandonadas, inesperadas víctimas de la decadente economía de Japón.
El sol poniente En el acogedor negocio de té de la calle principal, con sus mostradores repletos de productos exóticos, Kunitaro Gom, el anciano propietario, me invita a compartir una taza de té verde fresco recientemente cosechado. El personal trabajando en las cajas de té y en los finos arreglos de algas marinas recogidas en la bahía de Tokio nos mira levemente divertido. "El negocio va muy mal. Empezó a decaer hace unos siete años," observa Gom y ha seguido decayendo a razón de un de 5 por ciento por año. "Los restaurantes más caros de sushi han dejado de comprar las algas de la más alta calidad. El mercado corporativo de tés finos, envueltos para regalo, también se ha reducido," dice lamentándose, sorbiendo de una taza delicada. "La gente en Japón se hizo muy codiciosa durante la economía de la 'burbuja'. Ahora se están empezando a despertar a la realidad." La culpa no es del gobierno ni de la burocracia, dice Gom. "Es de la gente, son ellos los que los ponen en esas posiciones." Ahora, con 64 años, y después de trabajar una vida en el negocio del té --una parte central de la cultura tradicional de Japón--, Gom está intrigado con lo que sucederá. "Quizás un pariente se haga cargo o quizás simplemente cerremos."
En la Matsumoto Construction Company, a unos pocos kilómetros de distancia, los caños de metal y los equipos están apilados en el patio, oxidándose; los empleados están sentados alrededor, sombríos y desilusionados. La compañía ha estado pavimentando los caminos de Kawasaki durante más de 30 años, pero el trabajo se agotó. La mujer del presidente, vestida elegantemente y de cabello inmaculado, está encantada de poder practicar su inglés; ya no puede pagarse los viajes a Europa, como lo hizo durante los años del boom. "Esta oficina es muy vieja," dice. "Así que cuando los tiempos eran buenos quisimos comprar la tierra para construirla de nuevo, para nuestros hijos. Pero los precios eran tan altos que no los podíamos pagar. Ahora los precios de la tierra están bajando, pero ya no tenemos el negocio." La familia Matsumoto espera ansiosamente el nuevo paquete de estímulos económicos del gobierno, que acaba de ser aprobado por el Parlamento. Se podrán construir nuevos caminos, sean necesarios o no, con los fondos de los contribuyentes. Como muchos de sus compatriotas, Matsumoto culpa a los burócratas del muy odiado Ministerio de Finanzas por el "mal manejo" de la economía. Es por culpa de ellos que ella no puede ya pagarse un veraneo en Escocia cerca de Loch Ness. De regreso a Tokio, Taketo Yamazak, que vino a la capital a los 15 años para hacer su fortuna en el negocio de los zapatos, tuvo bastante éxito. Creó un negocio de diseño de zapatos para el mercado medio, que lo mantiene a él y a sus hijos. La familia se desplaza en un Mercedes, y en su modesto departamento del tercer piso, en los suburbios de noreste, su mujer ha creado su propio santuario: una habitación construida con la mejor de las maderas japonesas, decorada con alfombras tejidas de raffia, para recibir a los privilegiados huéspedes con la ceremonia del té. "Es una filosofía, una forma de vida," explica la enérgica madre de cuatro. Pero sentado en los chatos almohadones en torno de la mesa baja, que es el centro de la actividad en el departamento, Yamazak es un hombre decepcionado. Con las fotos en blanco y negro de sus ancestros mirándolo desde las paredes, explica cómo ha tenido que recortar el personal y la producción en un 50 por ciento debido a la recesión. Sus principales clientes, las grandes tiendas elegantes como Takashimaya en el Ginza, redujeron sus pedidos. Yamaza también está afectado por el yen débil. El equipo que él compra de Gran Bretaña ha subido enormemente de precio, como lo han hecho los finos cueros de zapatos que compra en Italia: al mismo tiempo se espera que él rebaje el precio de sus productos por la dura competencia de los otros. Un hombre corpulento, digno, Yamazak es filosófico: "Tengo mis manos, siempre puedo hacer zapatos aunque el negocio ande mal." Como muchos japoneses, la familia Yamazak dejó de gastar, salvo en las cosas esenciales. La incertidumbre penetró la cómoda vida que ellos se habían construido. No hace tanto tiempo, el japonés pensaba que podía conquistar el mundo con su alto nivel de vida, el yen fuerte y la habilidad para comprar cualquier cosa --desde propiedades en California hasta Van Goghs-- por metro. Pero la recesión y la implosión del sistema bancario barrieron con todo esto. La tasa de desempleo está aumentando en 300.000 por mes. Las tasas de interés bajas hacen que sea imposible formar un ahorro considerable y el quebrado mercado de acciones significa que el valor de las jubilaciones ha sido diezmado.
La gente joven desconfía de la promesa del empleo de por vida y cada vez más está aprendiendo nuevas técnicas profesionales para poder sobrevivir en el temblor del mercado de trabajo. Una mujer de negocios, que creció en el período inmediato a la Segunda Guerra Mundial, admite que ella no se ha sentido tan asustada desde la ocupación norteamericana, cuando se iba a la cama con puntadas de dolor en el estómago, a causa del hambre. Eso ya no es un problema: Japón es todavía una tierra de extraordinaria abundancia. Pero la autosuficiencia que Japón construyó alrededor de un milagro industrial ha sido destruida y, con ella, el modelo asiático al que, no hace tanto tiempo, aspiraba todo el mundo. Traducción: Celita Doyhambéhère.
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