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Por Miguel Bonasso "Pedro Bianchi era mi abogado defensor en 1977, pero lo eché porque no denunció los apremios ilegales que padecí y, en cambio, me mandó al frente con la jueza (Laura Damianovich de Cerredo) que amparó y propició mi tortura. El estaba en connivencia con la Damianovich y ella, a su vez, con los policías de Coordinación Federal que me usaron de cenicero", reveló el ex preso Daniel Barberis a Página/12, incorporando una nueva faceta a la biografía del defensor y amigo de Emilio Massera, Aníbal Gordon y Erich Priebke. A Barberis, un psicólogo social que se recibió de bachiller y comenzó sus estudios universitarios en la cárcel de la última dictadura, le llevó 20 años exhumar esta historia de traiciones y entregas. En ese lapso hubo cambios copernicanos en su existencia que lo llevarían, por ejemplo, a ser subsecretario de Relaciones con la Comunidad del Ministerio del Interior cuando Carlos Ruckauf ejercía esa cartera. Ahora dirige el "Foro de ONG's que lucha contra la discriminación". Hace 20 años ingresaba al infierno. En 1977, la FAP (Fuerzas Armadas Peronistas), que había sido la organización-madre de la guerrilla peronista antes de Montoneros, estaba totalmente golpeada, dividida y desmembrada. Tanto sus antiguos miembros, como los militantes de su frente de masas, el Peronismo de Base (PB), eludían como podían los mandobles de la represión. Entonces algunos de ellos, imposibilitados de trabajar legalmente, organizaron "bandas" despojadas de sello político, para asegurar la subsistencia. A uno de estos grupos pertenecía Daniel Barberis, hijo de Alba Castillo, una de las famosas "tías" peronistas que venían trabajando desde la década anterior en los comités de ayuda a los presos. Barberis andaba por sus 25 años y aún no había terminado la secundaria, pero ya era ducho en términos de una "pesada" política, que ahora quedaba simplemente en "pesada" que no podía decir su nombre. Y junto "con otros compañeros" (que rehúsa nombrar, "para no perjudicarlos"), cayó detenido, acusado de "varios ilícitos", entre los que sobresalía el secuestro de un alto ejecutivo de la empresa inmobiliaria Kanmar. Durante unos 14 días estuvieron en un centro clandestino de reclusión, que podría haber sido el célebre "Pozo de Banfield". De allí los llevaron a la Primera de Banfield y luego al Departamento Central de Policía, donde fueron brutalmente torturados, "como todos los presos, políticos o sociales de la dictadura" y lograron "salvar la vida" al convencer a sus verdugos de que eran "chorros comunes" y "simples peronistas", que no pertenecían "a ninguna organización subversiva". Después de los "intensos interrogatorios" aparecía la jueza Laura Damianovich de Cerredo, a cargo del juzgado de Instrucción Nº 12, y al retirarse solía aconsejar a los torturadores "seguir trabajando a los detenidos porque todavía están muy duros". Finalmente lograron el pequeño triunfo de ser llevados a la cárcel de Villa Devoto. Estaban procesados, pero al menos "reconocidos". Ahora empezaba la batalla legal.
El abogado del diablo La batalla legal era ardua y requería un buen abogado. "Alguien", que Barberis no quiere quemar, sugirió a Pedro Bianchi, un penalista que entonces "defendía a las chicas de las tres K de la noche porteña: Karim, Karina y Karenina" y guardaba, por tanto, "excelentes relaciones con la división Moralidad de la Federal". Pero la desilusión comenzó pronto cuando vieron que Bianchi no "producía incidentes en la causa" que los fueran dejando en una situación más favorable. Además, Barberis empezó a chocar con su abogado cuando quiso denunciar los "apremios ilegales" a que lo habían sometido "los de Coordinación Federal". El preso quería presentarla ante el juez de sentencia y el penalista insistía, contra toda lógica, en que lo hiciera ante la juez de Instrucción, que era la Damianovich de Cerredo. "Pero doctor --argumentaba el detenido--, ¿cómo le voy a hacer la denuncia a la jueza que tengo que denunciar?" Impertérrito, Bianchi argumentaba que era "lo que correspondía" y que la jueza "estaba obligada a tenerla en consideración". Incluso le trajo en una de las visitas un borrador de escrito. Con buen instinto Barberis se dijo: "Si yo le presento la denuncia a esta tipa se va a dar cuenta de que sigo demasiado vivo, que no estoy quebrado y me va refundir". Y tomó dos decisiones acertadas: no presentar ninguna denuncia hasta que las circunstancias políticas lo tornaran más aconsejable y prescindir de los servicios del abogado Bianchi. "De quien entonces no pensé que era un botón, sino un cagón que pretendía estar en buenos términos con la Federal para seguir con el negocio de las putas." La coyuntura política favorable recién se presentó en 1979, cuando llegó al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y comenzó a recoger denuncias para el primer informe internacional que probaría las graves violaciones a los derechos humanos perpetradas por la dictadura militar. Barberis y sus compañeros se conectaron, entonces, con otro preso célebre, el psiquiatra y ex jesuita Mariano Castex (ahora médico legista y académico), a quien habían "dibujado" una causa para encerrarlo y empezaron una lucha, que incluyó varias huelgas de hambre y la presentación de más de 300 denuncias de violaciones de los derechos humanos a presos comunes y políticos. Fuera de las prisiones apenas contaban con algunos apoyos aislados, como el de Manfred Schoenfeld, un periodista que logró colar sus denuncias nada menos que en el diario La Prensa. La lucha por los derechos de los presos "sociales" recién se institucionalizó en 1982, cuando se creó el SASID (Servicio de Acción Solidaria Integral del Detenido), que presidía el dirigente justicialista Edgar Sa, secundado por Alba Castillo y Castex, que fue secretario general desde la cárcel.
Los que juzgan serán juzgados Un año más tarde todos esos esfuerzos tuvieron un comienzo de recompensa cuando la propia dictadura (en nítida retirada desde la catástrofe de Malvinas) comenzó algunas operaciones de maquillaje para reacomodarse y le formó un jury de enjuiciamiento a la Damianovich de Cerredo, acusada de haber solapado tormentos a los detenidos. Las sesiones, que se llevaron a cabo en junio de 1983 y estuvieron presididas por Carlos Renom, uno de los ministros de la Corte Suprema, no carecieron de momentos cinematográficos. Y de sorpresas espectaculares. Al menos para Alba Castillo y su hijo Daniel Barberis, que pudieron encontrar a su antiguo abogado, Pedro Bianchi, en la lista de testigos presentados por la defensa de la jueza. En buena compañía, por cierto, porque allí estaba el editorialista de La Prensa, Adolfo Lanús, junto con Mariano Cúneo Libarona (padre) y Ricardo Levene (hijo), dos nombres de la futura justicia de la era menemista, conjugados con los de algunos figurones de la vieja oligarquía judicial y algunos oscuros personajes del Proceso. Uno de estos personajes, Julio Argentino Decou, llegó a decir que la enjuiciada era "una de las grandes juezas de la historia argentina". El futuro integrante de la Corte Suprema en tiempos de Menem, Ricardo Levene, manifestó su admiración por una magistrada que hacía conocer sus derechos "con minuciosidad" a los detenidos. Alba Castillo, que había concurrido con militantes del SASID y de la Juventud Peronista, perdió la calma cuando vio a Pedro Bianchi en el estrado haciendo la apología de la jueza que había mandado torturar a su hijo y comenzó a gritar: "¡Miente! ¡Ese testigo miente!", hasta que la expulsaron de la sala. Poco antes el mismo tribunal le había rechazado, con una excusa leguleya, las denuncias por apremios ilegales contra su hijo y otros presos y un testimonio decisivo: el del ex inspector de la Policía Federal, Daniel Francisco Guzmán Molina, que había actuado como escribiente de la jueza cuando ésta "constituyó despacho en la División Prevención del Delito" (dependiente de la Superintendencia de Seguridad Federal) y la había escuchado decir a otros policías respecto de los detenidos: "Están un poco duros, pienso que todavía hay que seguir trabajando". Alba Castillo distribuyó el testimonio en la sala de prensa de los Tribunales y los periodistas se fueron sobre Bianchi, quien negó enfáticamente que sus defendidos hubieran sido torturados. Un informe forense vino a desmentirlo: Daniel Barberis presentaba en su cuerpo cicatrices formadas por quemaduras de cigarrillos.
La vida te da sorpresas En 1984, un juez de la democracia, Eugenio Zaffaroni, cumplimentó un proceso largamente demorado por la justicia dictatorial y dictó sentencia contra Barberis, condenándolo a 8 años de prisión. Pero, en el mismo acto, dispuso su libertad condicional porque ya había pasado más de siete años en prisión, esperando el fallo. Tres años más tarde el juez y el preso reunirían sus nombres en un libro y en varias campañas por los derechos humanos. En 1994 Barberis gozó de una módica pero reconfortante venganza contra el abogado que lo quería mandar al abismo. En junio de ese año el ex preso, que impulsaba la creación del Instituto Nacional contra la Discriminación, el Racismo y la Xenofobia (INADI) viajó junto con el entonces ministro del Interior Carlos Ruckauf a Bariloche, donde sesionaría --precisamente-- la comisión redactora del proyecto INADI. Ruckauf quería instalarla en Bariloche, porque en esos días "la ciudad, sacudida por el tema Priebke, aparecía ante la opinión pública como una cueva de nazis". En el mismo avión de Austral iba Bianchi, que ahora era abogado del hombre al que Italia reclamaba por la masacre de las Fosas Ardeatinas. Al ver al ministro y al subsecretario, Bianchi se enfrascó en una lectura tan interesante que no pudo abandonarla durante todo el trayecto. A la llegada, bajó la vista y arremetió hacia la salida pero quedó trabado por el cuerpo --ahora más robusto-- de su antiguo defendido, que le dedicó una amable sonrisa y le dijo en voz bien alta: "Pase, doctor Bianchi, que usted está más apurado que yo para ver al asesino".
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