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LAS RAZONES DE ANA SAENZ PARA TOMAR LOS HABITOS Y SUS EXPERIENCIAS COMO MISIONERA
"Fue el impulso apostólico y el espíritu de aventura"

Confiesa que la atraía el deseo de formar una pareja y la maternidad "como a todas las mujeres". Sentimiento que a los 68 años aún mantiene y no se avergüenza por ello. Todo ello puede parecer trivial pero Ana Sáenz es monja y en esta conversación con su antigua compañera de colegio explica los motivos de su decisión de tomar los hábitos. Sus sueños de viajar a Africa, su alucinante experiencia con los indígenas formoseños junto al río El Porteño --"lo llamamos así hermanita porque no sirve para nada"--, pasan por este relato hasta llegar a su actual trabajo en la villa Carlos Gardel. "Volvería a hacer lo mismo", concluye.

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Por Magdalena Ruiz Guiñazú

t.gif (67 bytes) Se conocieron en el Colegio del Sagrado Corazón y ninguna de las dos podía suponer por entonces, los ahora lejanos cuarenta --"cuando el mundo era simple y los buenos y los malos de fácil identificación", como recuerda ahora Magdalena Ruiz Guiñazú--, que sus caminos se bifurcarían. No hace falta extenderse en la trayectoria de la periodista, pero sí aclarar que Ana María Sáenz Amadeo recorrió un improbable camino en la trayectoria de una joven burguesa de su época: tomó los hábitos decidida a viajar a Africa como misionera y terminó brindando su vida a los más cercanos, pero igualmente pobres, marginales argentinos. En estos días trabaja en la Villa Carlos Gardel, detrás del Hospital Posadas, y encontró un momento para reconstruir su vida, apenas interrumpida por las preguntas de su antigua amiga.

Ana María Sáenz: --Estoy tan feliz de pertenecer a este tiempo. Como decía el santo monseñor Angelelli, es importante vivir esta época de cambios profundos, acelerados. Se nos ha dado la posibilidad de construir algo nuevo.

 

--Sin embargo, Anita, yo nunca pensé que te ibas a hacer monja.

--Mirá, yo me sentía tironeada porque por un lado me atraía muchísimo la idea de formar una familia. Para decirte la verdad tenía un sentimiento fuertísimo de maternidad. Ese deseo tan vital que sentimos, creo, todas las mujeres. Y te diré que hasta hoy, a esta avanzada altura de mi vida, lo sigo teniendo. También me atraía el hecho de formar una pareja. Había muchachos que me gustaban, salía con ellos. Pero te diré que en mi casa (dentro de esquemas muy anticuados, claro) realmente había un gran amor a la Iglesia, un gran amor a Jesucristo y a mí se me despertó eso. Me impactó desde chica. Recuerdo que cuando venía a casa algún sacerdote misionero y decía que había tanta gente hambrienta de Dios y nadie para hablarles, para transmitirles la esperanza de la solidaridad, yo me sentía tan obligada que me escapaba de casa (vivíamos en Juncal y Libertad) y me iba a los conventillos del Bajo. Allí juntaba a los chicos y les hablaba de Dios.

Yo era una fanática admiradora de mi padre. Ahora pienso que lo idealicé pero para mí en el momento de la decisión me fue muy fácil saltar de la imagen de papá a la de Dios Padre. Recuerdo que el primer día que fui a un conventillo (tenía doce años, ¡imaginate mi mentalidad!) elaboré un plan: "Lo primero que voy a decirles a los chicos no es que recen oraciones y esas cosas sino que hay una gran noticia y es que Dios es su Padre". Les pregunté antes que nada qué era para ellos un papá y las respuestas me aterraron: "Yo no tengo papá"; "mi viejo es un delincuente"; "el mío desapareció y nos abandonó"; otros estaban presos o eran borrachos. Muchos les pegaban. Calculá que después de esas respuestas ya no podía decirles que Dios era su padre. A pesar de mis doce años intenté zafar y les pregunté a quién querían más en el mundo. Las respuestas iban desde la mamá hasta la maestra. "Bueno --les dije--, junten el cariño de toda esa gente y piensen que eso tiene Dios para nosotros". Era como una obsesión. Cada vez que algún misionero predicaba en la parroquia yo me acercaba a ellos y les rogaba: "Padre, quiero ir a Africa". Aquél era mi sueño y sigue siéndolo todavía. Me contestaban siempre con cosas como: "Bueno, vas a tener que tomar mucha sopa para eso", pero yo no me descorazonaba. Imaginate que tampoco todo era tan puro y apostólico porque estoy segura que el atractivo también incluía un gran espíritu de aventura.

A Anita se le ilumina la mirada.

--Mirá si yo tuviera plata y no fuera religiosa viajaría por todo el mundo. Cuando oigo que alguien viaja pienso que es lo mejor que puede hacer con su dinero. Estoy segura que cuando vaya al cielo voy a conocer los lugares más insólitos. Que Dios me va a permitir que yo me dé el gusto. Así es que, siguiendo con el relato, había sin duda en mí mucho espíritu de aventura pero también un gran impulso apostólico.

 

--Sin embargo en el colegio no se notaba porque eras igual a todo el mundo...

--Quizás como vos eras más chica no me veías en clase. Por ejemplo en clase de religión siempre volvía sobre el tema. Y cuando entré al convento a pesar de que siempre había sido buena alumna no podía estudiar. Escuchaba mucho y a pesar de mi mala memoria retenía todos los testimonios que me rodeaban. Hasta inventé un método: le ponía música a lo que debía memorizar. Después de un retiro espiritual en el que me di cuenta de que Dios realmente me estaba pidiendo esto, decidí también que no quería ni estudiar ni enseñar más. No quería estar en un colegio. "Quiero ir a Africa o a la India", pensé. Recorrí distintas congregaciones pero ninguna me aseguraba que me enviarían a misionar allí. Algunas sugerían que tendría que vender labores en la calle o enseñar en un colegio. Consulté entonces con una gran persona, la Madre Luisa Moreno Hueyo, superiora en aquel momento del Sagrado Corazón (nuestro colegio), y ella me señaló que la Orden tenía casas en todos los territorios de misión. Entré entonces con las religiosas del Sagrado Corazón entendiendo que así cumplía con el llamado a la vida religiosa pero al mismo tiempo con la firme intención de pedir cada año que me enviaran a las zonas difíciles. Cuando después del Concilio Vaticano II las Ordenes ampliaron sus actividades fui una de las primeras enviadas a Formosa. Aquella fue la época más feliz de mi vida. Toqué el cielo con las manos, pero también el destino me reservaba una gran sorpresa porque en vez de ir como una misionera a hablar de Cristo, para transmitir su amor por los hombres, fueron ellos, los habitantes humildísimos de El Porteñito los que me enseñaron a mí. Cambié totalmente de actitud. Ellos me predicaron, me enseñaron cosas que yo no había vivido nunca como compartirlo todo. Hasta la pobreza. Tenían una fe con la que yo jamás había soñado. En ese lugar, El Porteñito (a 250 kilómetros de Formosa capital) cruzado por el río El Porteño --"y lo llamamos así, hermanita, porque no sirve para nada"--, entendí cuán alejados estamos de ellos.

La primera experiencia allí no me la olvidaré aunque viva cien años: yo acababa de aprender a manejar. Eramos dos hermanas en un Citroën precario, viviendo en un rancho porque nos habían dicho que nuestra casa estaba casi terminada y, en realidad, no la habían comenzado; sin baño (el baño era el monte) y un cuartito de troncos con una arpillera en la puerta donde con latas con agua de los charcos nos bañábamos como podíamos. Era la misma agua que hervíamos para poder beberla.

A los dos días de llegar, una señora me pide que la lleve con urgencia al médico. El más cercano estaba a 60 kilómetros por tierra y 20 kilómetros de pavimento: "Me parece que tengo al chico muerto en la panza. Me duele mucho. Hermanita, llévenos". Eran las dos de la mañana. Puse una sola condición y es que nos acompañara la hermana de la señora porque la vi tan pálida que pensé que se podía morir en el camino. Por otro lado, en el colegio (quizá porque yo no prestaba demasiada atención al tema) no se preocupaban demasiado en hacernos ubicar ni el hígado, ni los riñones, ni los pulmones. De los partos ni se hablaba. Era un tema vedado.

 

--Por supuesto. Nunca. Ni mencionarlos. Los genitales no existían.

--Para nada. En fin, siguiendo con esa noche interminable, había felizmente una luna preciosa que iluminaba el camino. La señora se quejaba. Se llamaba Hilda. "No puede parar un momento", me pidió de pronto su hermana Valentina que, por suerte, ya había tenido 7 hijos. Me lo pidió en un tono tan tranquilo que pensé que querrían ir al baño en el monte. Las dos se internaron entre los troncos de binal que es un yuyo con espinas. Tardaron mucho y cuando comencé a preocuparme reaparece Valentina: "Dice la Hilda si puede venir un momento", y ¡Dios mío! me encuentro con Hilda en cuclillas con un chiquito muriéndose a su lado en medio de un charco de sangre y de hojas secas. Con la misma voz sufrida me pide: "Hermanita, ¿me corta el cordón umbilical?" y yo (¡mirá mi inexperiencia!): "Llevemos todo hasta el auto". Me aterraba la idea de que pudiera morirse allí. Estaba muy pálida pero me enseñó a conservar la sangre fría: "No hermanita, hay que cortarlo", y tomó una espina de binal por supuesto que sucia y con tierra y ella misma cortó el cordón. Valentina estaba, a pesar de su experiencia, tan atontada como yo. "¿Espero la placenta?" preguntó Hilda. "No, no, vamos al auto". Esa era mi obsesión. La ayudamos entre las dos pero ella se volvió y dijo: "¿Cómo voy a dejar que a mi hijito se lo coman las hormigas?"

Entonces envolví al chiquito en los trapos que tenía en el auto para limpiar el aceite. Me parecía estar soñando. Apenas dos días atrás estaba en nuestra casa de Almagro. Después me preguntaron si había bautizado al chiquito. ¡Qué lo voy a bautizar si ya estaba muerto y yo ya a esa altura no sabía ni cómo me llamaba! Aceleré por el camino de tierra con el temor de que Hilda se nos muriera en el viaje. Finalmente llegamos. Lo saqué de la cama al único médico, un paraguayo que por suerte le habló en guaraní a Hilda y que confirmó mis temores de que la infección general que tenía la mujer fuera mortal. El médico también era de opinión de que el chiquito había muerto por un intento de aborto. La dejé internada y me formuló un pedido conmovedor: "Quiero que entierre al chiquito al lado del rancho".

 

--¿Y lo llevaste los 80 km de vuelta?

--Claro. Allí lo enterré, pero esa primera experiencia me confirmó que las hermanas llegábamos allí como paracaidistas. Sin tener conocimientos de primeros auxilios. Cómo se corta un cordón...

 

--Bueno, yo tampoco hubiera sabido. Con nuestros partos de sanatorio porteño tan protegidos, nadie te enseña esas cosas.

--Estuve 12 años en El Porteñito. Allí, finalmente, se levantó nuestra casa. Había un grupo grande de aborígenes, los pilagás, de físico muy lindo pero viviendo cada vez peor. Estaban acostumbrados a quedarse en el río pero cada vez los iban acorralando más y llegaron a convertirse en agricultores y cosechar algodón. Los visitábamos una o dos veces por semana pero, desgraciadamente, mucho no podíamos hacer hasta que al año siguiente llegaron dos sacerdotes franceses (uno de ellos primo de Leonie Duquet, la monja francesa asesinada durante la dictadura) a quienes el obispo les había indicado que eligieran un lugar para asentarse. Se quedaron y lograron maravillas. Por lo pronto, hicieron un pozo grande para juntar el agua de lluvia. El hospital no recibía a los pilagás porque estaban mugrientos. ¿Cómo iban a bañarse sin agua? La usaban sólo para cocinar. Los padres franceses les sacaron documentos a todos. Nosotros también colaboramos y la municipalidad accedió a que hiciéramos el trabajo de relevamiento. Pero, claro, el pilagá te dice por ejemplo que se llama Coco y no conoce apellido ni sabe su edad. Tuvimos que inventarlos. Era 1974. Les enseñamos el valor del dinero para que pudieran subir a un colectivo. Los pilagás colgaban los documentos del techo del rancho, envueltos en un papelito, para que no se los comieran los perros. Un día vino Gendarmería y se los llevó presos a todos porque algunos tenían 21 años (según nuestros cálculos aproximados) y no habían cumplido con la colimba. Y en vez de felicitarlos por el esfuerzo que habían hecho para documentarse los trataron como a delincuentes. Por supuesto que la prisión consistió en pintarles las casas a los gendarmes.

 

--¿Y después de El Porteñito adónde te mandaron?

--Luego estuve como seis o siete años en Salta, en General Mosconi, casi en la frontera con Bolivia. Allí están los matacos. Una de nuestras hermanas, Margarita, se fue a vivir entre ellos porque consideraba que no se los podía abandonar. La Orden opinaba que no podía ir sola pero ninguna se animaba a acompañarla porque sentíamos que era una falta de respeto hacia los aborígenes ir allí sin la preparación correspondiente. No nos faltaba buena voluntad pero nos parecía que nos faltaba aprendizaje. Ella, sin embargo, se quedó. Aprendió el idioma mataco. Claro, son situaciones difíciles porque por las circunstancias estamos acostumbradas a estar al frente de nuestras obras. Tenemos una tendencia a querer manejar, dirigirlo todo, quizá porque indudablemente sabemos organizar mejor y somos más responsables, pero implica, de algún modo, una imposición. Yo todas estas cosas las estoy aprendiendo en una magnífica institución que se llama INCUPO que está ubicada en Reconquista, Santa Fe. Ha sido fundada por la familia Pereda sobre una idea nacida en Bélgica que se basa en principios como no enseñar nada --y no hacer nada que ellos no puedan hacer por sí solos-- que no pueda ser descubierto por ellos. Aunque tarden años. Es la única manera de que las cosas permanezcan en la memoria y en el corazón. Yo creo que es la forma de hacer crecer y de educar a los que lo necesitan.

 

--Qué notable que hayas mantenido ese espíritu hasta hoy en que trabajás en la Villa Carlos Gardel.

--Allí cumplimos distintas funciones. Una de las hermanas, Madre Inés, se dedica más que nada a los más viejos. Ha organizado un club de jubilados, el club de la Primavera. Pero ella no quiere estar al frente, ha captado el mensaje, se ha convertido en una de tantas. Acordate que las abuelas son ahora el eje de las familias porque las madres tienen 3 o 4 trabajos y no se pueden ocupar de los hijos. La abuela es la columna vertebral. Ellas subrayan que nunca pudieron gratificarse ni pasarla bien. Durante su vida. Ahora, hasta se ha formalizado un romance y hemos tenido un casamiento entre abuelos en el club de la primavera.

 

--¿Y de qué te ocupás allí?

--Como hay 25 mil familias en el barrio (está ubicado detrás del Hospital Posadas) hemos organizado la catequesis familiar. Nos dirigimos a los padres y ellos la transmiten a sus hijos. Porque si los chicos oyen una cosa y los padres viven otra el mensaje no sirve. Quizá los chicos resulten menos preparados en cuanto a los contenidos, pero en cambio se produce una mayor inserción dentro de la Iglesia y se van cambiando las modalidades a través del ejemplo de los padres. Por supuesto que no todos los padres responden, pero el resultado es positivo. Ya han pasado más de 300 familias por esta Catequesis. Constituyen pequeños grupos que se reúnen en las casas. Son grupos de 10 y yo reúno a los matrimonios que los dirigen recién desde el año pasado porque lo miraban quizá como un compromiso demasiado pesado si se considera que la mayoría no ha hecho ni la primera comunión. Cada semana se elige un tema de debate. Se entrega una pequeña síntesis o un dibujo para los que no saben leer y en el fin de semana los chicos se reúnen con una chica joven, la auxiliar, para comentarlo. Ahora ya tenemos 20 auxiliares entre varones y mujeres. Hay mucho trabajo interesante pero no quiero ser el centro porque nuestro deseo es la autogestión de los laicos. Cuando necesitan consultar, aquí estoy.

--Sí, vos siempre estás en una actitud de servicio. Pero, decime la verdad, cuando ahora estás con chicos, vos que no los has tenido, que ofreciste ese sacrificio tan duro, ¿cómo sentís su presencia?

--Ahhh, todavía sigo teniendo ese gran deseo como te dije. Y no me avergüenzo porque el sentimiento de maternidad es algo muy propio de la mujer. Pero, pensándolo bien, esos hijos que no tuve, esa carencia, me ha posibilitado de poner esos sentimientos de ternura, de comprensión, de cariño, al servicio de la gente. Ya sé que no es lo mismo --y modestamente agrega--: Eso cuesta, pero creo que vale la pena.

 

--¿Y si tuvieras la posibilidad de ser joven otra vez, de elegir el rumbo de tu vida?

--Mirá, volvería a ser religiosa todavía con más entusiasmo que al principio. Me he dado cuenta de que la vida religiosa es como una alianza que se hace con Dios. Y en una alianza siempre se da de a dos y uno falla mil veces. Pero ver la fidelidad de Dios (algo que se palpa y se toca) es impresionante. Yo he sido tan feliz en mi vida religiosa (a pesar de cosas que me han costado mucho) que elegiría nuevamente este camino todavía con más entusiasmo que en la juventud.

 

¿POR QUE LA HERMANA ANITA SAENZ?
Por Magdalena Ruiz Guiñazú

Una tranquila firmeza para defender la justicia

Conocí a Ana María Sáenz Amadeo cuando ella terminaba el secundario y yo, la primaria. Era una alumna brillante, de conducta impecable y las buenas monjas decidieron que para mejorar mis múltiples falencias sería bueno ubicar nuestros pupitres codo con codo en la enorme Sala de Estudios de aquel viejo colegio de Callao y Juncal.

El resultado fue fantástico para nosotras y terrible para la disciplina. No sólo nos hicimos amigas compartiendo amores tan dispares como la fascinación por Tyrone Power, Clark Gable o Juan Sebastián Bach sino que también charlábamos incesantemente y, en mi caso, dejaba de lado el estudio para sumergirme en las novelas de Salgari que Anita poseía "opera omnia" y solía traerme con un ritmo cotidiano.

--¿Qué leíste anoche? --se convirtió en una pregunta de rutina mientras yo solía ocultar entre el papel araña y las tapas de algún cuaderno aquellas imágenes de Robin Hood o del Cisne Negro que dejaban suponer que, cuando se terminaran los años de colegio, el mundo estaría poblado por señores como Errol Flynn o Sandokan.

Anita terminó sus estudios con todos los honores y yo mejoré conducta y rendimiento al internarme en los laberintos del secundario. Lo que seguramente nunca imaginé fue que nuestros caminos se bifurcarían tanto. En la trayectoria de una joven argentina de la burguesía había, por aquel entonces, muchos halagos y satisfacciones que Anita tenía al alcance de la mano. Nunca la imaginé renunciando al amor, a la maternidad, a la amistad de primos y amigos, a conciertos e innumerables tardes de cine, al austero bienestar de nuestras casas sin bienes materiales pero llenas de historias. Nunca le atribuí (seguramente más ocupada en soñar conmigo misma) el sentido heroico del deber que la llevó muy pronto a acercarse a los más pobres, a aquellos que sólo tienen desgracias para relatar, a compartir con los desposeídos las regiones más desoladas de nuestro país.

Me impresionó la alegría con que asumió su vocación. La fidelidad con que la ha cumplido durante toda su vida. La tranquila firmeza con que defiende la justicia sin perder aquel tono dulce y amable que debía mantener una señorita bien educada en aquellos años cuarenta cuando el mundo era simple (en blanco y negro); y los buenos y malos, de fácil identificación.

Una gran persona, Anita Sáenz, como decía su pariente Mario Amadeo, aquel brillante intelectual que terminó renunciando a su nombramiento ante las Naciones Unidas porque creyó en los reclamos de las Abuelas de Plaza de Mayo y se negó a avalar la entrega de chicos.

Reencontramos a Anita hoy con sus ágiles 68 años trabajando junto con otras Hermanas en la Villa Carlos Gardel y, en esta sociedad argentina hedonista y solidaria sólo de a ratos, su ejemplo me pareció valioso e interesante.

 

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