Por Sandra Russo Debimos invertir toda la primera tarde buscando hotel. Esas largas horas bajo la lluvia fueron suficientes para advertir que Amsterdam no se parecía a nada conocido. No había encanto francés ni desborde italiano ni desarreglo español ni crispación suiza. Al final de las escaleras empinadas que bajaba o subía me encontraba indefectiblemente con tunecinos o paquistaníes en musculosa que no hacían el menor esfuerzo por caer simpáticos. "¿Dónde habrá un holandés?", me preguntaba, mientras seguía chocando con marroquíes o argelinos. Una parte de la respuesta llegó con los enjambres de bicicletas que recorrían la ciudad, y con un dato que daban esas bicicletas: parecían destartaladas --estaban destartaladas-- por principio, como una toma de posición ante el consumo. Lo más nuevo, lo más pistero, el chiche de ocasión, no está bien visto en Amsterdam. Lo mejor se entiende de otro modo. En las calles percibía cierta vibración difícil de definir. Una densidad que no podía reconocer. Un clima humano espeso y ahí expuesto. Finalmente fuimos a parar al subsuelo de un supuesto hotel de tres estrellas que tenía las sábanas llenas de agujeros, las canillas del baño rotas y cierto aire lúgubre en los veladores amarillos. Los primeros días detesté Amsterdam, quería irme rápido a los brazos del charme francés. Pero una noche en que jugaba el Ajax contra la Juventus quiso la casualidad que nosotros, sin imaginarlo, nos encontráramos cenando en un fast food que era punto de encuentro de la hinchada. La ciudad ya estaba poblada de naranja y blanco, de barras chillonas que gritaban desaforadas. Nos apuramos y nos fuimos caminando al hotel. Y fue entonces que vimos que en esas cuadras de restaurantes ubicados uno al lado del otro, en algunos los hinchas seguían el partido por tevé, descerrajando gritos y enarbolando botellas de cerveza, mientras en otros señores, señoras y niños cenaban amablemente, conversaban tranquilos, apenas insinuaban una sonrisa o elevaban la voz cuando desde al lado atronaban los cantos futboleros. Esa escena me hizo saltar la ficha en la cabeza y entendí: Amsterdam era el espacio en el que la tolerancia étnica y social pasaba del dicho al hecho, donde la civilización ascendía un peldaño y los diferentes no se estorbaban entre sí. Amsterdam es imposible de captar si uno no se sacude la caspa pequeñoburguesa. El valor que los holandeses le dan a la hospitalidad es mucho más profundo y va mucho más allá de la sonrisa cortés al turista. Esa sonrisa de circunstancia no existe. Amsterdam es un universo interracial construido sobre una tolerancia de base, una clase de tolerancia de la que un argentino tiene poco registro. Amsterdam pone a prueba aquello de que la libertad tiene sus costos, pero que ningún costo es tan alto como para renunciar a la libertad. La sociedad holandesa tiene ese tipo de coraje. En estos días en que Buenos Aires relincha por un Código de Convivencia que da libertad de trabajo a prostitutas y travestis, y cuando ese debate que podría ser rico (con vecinos y prostitutas y travestis discutiendo cómo podría, cada uno, hacerle más fáciles las cosas al otro) vira más fácilmente al repudio que al respeto, recordé Amsterdam y aquella lección inesperada que aprendí en una ciudad en la que nadie me sonrió: la convivencia implica riesgos, renuncias y autocríticas, y puede incluso costar cara, mucho más cara que la intolerancia. Es una decisión colectiva de mutua aceptación, que parte de la base de que todos, también los que no nos gustan, son libres. Por eso la libertad no sólo se disfruta. También hay que bancársela. |