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EL MUNDIAL DE LAS OVEJAS

Por James Neilson

t.gif (67 bytes)  Es el sueño de Mesmer: centenares de millones de personas que viven hipnotizadas durante horas --en algunos casos, durante semanas-- por las vicisitudes de una pelotita más chiquitita que una píldora de Viagra que salta desde un lado hasta otro de la pantalla televisiva perseguida por una veintena de jóvenes convertidos en pulsos electrónicos. Para casi todos, la pelotita no puede traer sino lo que después llamarán tristeza --aún no ha llegado el día de los mundiales a medida, en los que cada "país" se cree ganador--, pero para felicidad de los dueños del negocio poco piensan en el probable desenlace hasta que sea demasiado tarde.

El juego es lo de menos. A la mayoría abrumadora de quienes "vibran" con los triunfos del equipo nacional para entonces olvidar lo antes posible las derrotas, no le importa un comino las sutilezas del fútbol. Lo que quieren estos hinchas ocasionales es sentirse parte de una fuerza victoriosa sin tener que preocuparse en absoluto por la metodología utilizada: un triunfo inmerecido será celebrado con el mismo fervor prepotente que desataría uno logrado gracias un despliegue de habilidad asombrosa. Por lo tanto, la relación del Mundial con el deporte es tan tenue como lo es con la enseñanza de geografía, la lengua francesa, el patriotismo y otras materias con las que ciertos delirantes procuraron vincular el torneo.

En verdad, la proliferación de hinchas ocasionales, sobre todo entre los que se consideran "intelectuales", durante los Mundiales recientes ha resultado mucho más interesante que los partidos mismos. Las actitudes que asumirían sirvieron para confirmar que son aún más populistas, si cabe, que sus equivalentes de los años sesenta y setenta cuando tantos necesitaron fundirse con el "pueblo" para sentirse más reales. Antes de producirse la gran debacle, algunos trataban a los que preferían preocuparse por otros asuntos como bestias o traidores: comparten el punto de vista del ultra que, en este mismo diario, se desahogó escribiendo que "hay que ser una porquería para no sentirse gente, por una bendita vez", alarde de cretinismo no muy distinto de los producidos en su momento por nazis como Goebbels y por miles de populistas, los más olvidados, en la Argentina de un par de décadas atrás. Claro, el fútbol es sólo un juego y los totalitarios futboleros sólo juegan a ser fachos que odian a quienes se resisten a participar en la borrachera colectiva, pero convendría tenerles cuidado. En el siglo que está por irse, el instinto de la manada, debidamente intensificado por políticos "idealistas", estuvo en la raíz de catástrofes sanguinarias que bien podrían repetirse en escala todavía mayor.

 



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