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L'Amour Foot EL EXVOTO QUE FALTABA
Por J.S., Hay algo más duro que ser católico: haberlo sido. El cronista, que como cualquiera tiene su historia espiritual, lo sabe. Y por eso, en el fondo, no puede incurrir en la superficial mirada del pavoroso turista cuando entra a una iglesia. Siempre es un Lugar. Y hay lugares que lo son más que otros. La Basílica de Notre-Dame de la Garde (Nuestra Señora de la Guardia) ubicada sobre la roca, en la colina de ciento cincuenta metros de altura que vela sobre el puerto de Marsella y toda la ciudad, es un lugar de esos. Bello e impresionante. No es vieja. Tiene menos de un siglo y medio aunque, como siempre en estas latitudes y densidades europeas, no hay piedra que no haya sido pisada ni muro que no tenga otro abajo. En ese sentido, ya hubo una capilla en el siglo XIII y murallas en el sigo XVI antes de que le pusieran encima semejante maravilla. La construcción tiene algo de alevoso, de decorativo, de intencionadamente diseñado para el efecto. Y sin embargo pega bien, le queda perfecta a una ciudad como ésta, que no tiene nada sobrio, nada de ascético, es mediterránea desde el cielo celeste abismal a la piedra blanca y caliente. La basílica, una de las tantas casas de la Virgen, está hecha para proteger a la ciudad y para que se expresen en ella los protegidos. Por eso, más allá del extraño y vistoso look retro con que fue concebida --un romano-bizantino que recuerda la condición de Puerta de Oriente de la ciudad tan mezclada, lleno de azulejos, decoraciones y recargados detalles que la hacen sumamente entretenida cuando la mayoría de las iglesias no lo son-- esta Señora de la Guardia recoge en sus paredes miles de testimonios de agradecimiento por supuestos favores. El más ostensible y privilegiado es el que recuerda la jornada de la liberación de la ciudad por las tropas aliadas al mando del general argelino De Monsabert en 1944. Hay un tanque de guerra (sic) en el camino de ascenso y los estandartes, las medallas, un casco incluso. Porque Marsella se salvó, zafó de la devastación. Pero lo más apasionante es otra cosa: todas las paredes del templo, al pie de los vitraux, están cargadas de anécdotas, de historias, de naufragios providenciales, de batallas, de accidentes en carruaje, de apariciones al pie del lecho moribundo. Todo ilustrado por cuadros conmovedores de autores tan naïves como el Douaner Rousseau y tan agradecidos como lo estaba su corazón creyente. El bárbaro. El cronista se detiene largamente ante esas obras toscas y coloridas. Hay una historia fantástica en cada una. Y un lugar vacante para cada una de las anécdotas que vendrán. Así, cuando ve que en un rincón no faltan los estandartes del omnipresente Olympique, agradecido no sólo a Tapie sino a Notre-Dame de la Garde por su triunfo en la Copa de Europa, el cronista piensa que acaso no falte el raro holandés católico creyente y agradecido que, en ese espacio libre que queda todavía, haga su aporte, deje su exvoto por los favores recibidos. El cuadrito podría ser una secuencia, al estilo medieval: primer cuadro, el mexicano echando a Ortega; segundo cuadro, el pelotazo de Frank De Boer volando por el cielo del Velodrome con la imagen de Notre-Dame que bendice desde el techo de una tribuna; tercer cuadro, el implacable Bergkamp poniéndola donde nuestro Lechuga Roa no puede llegar. El cronista piensa, también, que la Señora de la Guarda podría habernos favorecido a nosotros. En ese caso no nos habrían alcanzado las paredes para agradecer... Pero en fin: algo habremos hecho.
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