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Sobre perros y honras Hace exactamente nueve años, el 8 de julio de 1989, Carlos Saúl Menem declaró solemnemente que la corrupción en el ámbito de gobierno debía ser considerada como "traición a la patria". Hace diez meses, por sugerencias de Washington, el primer mandatario creó una Oficina de Etica que debía funcionar en el ámbito de la Presidencia. Y puso al frente a un "histórico" del justicialismo, José María Castiñeira de Dios, que se tuvo que ir sin haber logrado concluir el famoso Código de Etica para los funcionarios, que Menem califica desmesuradamente como "la Biblia". En esos diez meses, ni Castiñeira de Dios ni el funcionario que lo sucedió, Luis Nicolás Ferreira, pudieron (o se propusieron siquiera) que su jefe, el Presidente, hiciera pública su declaración de bienes. Un acto sencillo, que no debería tomar más de media hora (dependiendo de la cantidad de bienes a enumerar, claro) y otorgaría un mínimo de transparencia a una de las gestiones más acusadas de corrupción de la historia argentina. Ayer el secretario general de la Presidencia, Alberto Kohan, salió a quejarse: "Cuando uno entra en política, alguien ha dicho que le echan la honra a los perros. Yo creo que es distinto: lo más lamentable es que a veces la honra de uno la manejan algunos perros. Eso es más triste". El funcionario utilizó, curiosamente, la misma metáfora que empleó (hace más de 40 años) Héctor José Cámpora, un hombre decente del justicialismo, olvidado cuando no traicionado por el propio PJ. Pero en cambio, ni Kohan ni su jefe, han acudido hasta ahora a los procedimientos sencillos y transparentes, que el ex presidente usó en su momento para demostrar su honestidad. El 29 de abril de 1953, tres días antes de dejar la presidencia de la Cámara de Diputados, que había ejercido durante cinco períodos consecutivos, Cámpora se presentó ante el entonces presidente Perón y le dijo: "Señor, mi nombre anda en los dientes de los perros. Yo por usted me juego la vida y el honor, pero no puedo jugarme el honor de mis hijos. Aquí le traigo la declaración de bienes. Le ruego que me investigue. Si soy honesto que se sepa. Si no lo soy, que se me sancione". Perón le dijo que no había motivo para investigarlo y le ofreció hacer publicar su declaración de bienes, sin más trámites. Cámpora aceptó, aunque hubiera preferido una investigación en regla. Los diarios publicaron entonces que Héctor Cámpora poseía una casa en San Andrés de Giles, una quinta cercana a esa ciudad, una participación en el sanatorio De Cusatis y diez hectáreas de campo "heredadas de una tía de nombre Bernarda Lescano". El número 4 en la línea de sucesión se iba del poder con los mismos bienes que tenía en 1946, cuando fue elegido diputado. Dos años más tarde, cuando Perón fue derrocado por los militares, Cámpora fue sometido a la lupa inquisitorial de 52 comisiones investigadoras, que no lo encontraron culpable de ningún ilícito. Dieciocho años más tarde, durante su vertiginosa presidencia de 49 días, ordenó que no se tocara "ni un centavo" de los fondos reservados y otra serie de medidas de austeridad y transparencia que la Casa Rosada sólo había conocido en los tiempos de otro político honesto, el radical Arturo Umberto Illia. En 1976, durante la dictadura militar y cuando estaba asilado en la embajada de México Cámpora, tuvo que sortear abrumadores problemas burocráticos para que su hijo, Carlos Alberto, que estaba en libertad, pudiera presentarse ante la nueva inquisición castrense de la CONAREPA (Comisión Nacional de Recuperación Patrimonial) para demostrar la legitimidad de sus bienes. Por ironía o perversidad, la CONAREPA demoró su dictamen hasta el 30 de enero de 1981, cuando Héctor Cámpora llevaba ya cuarenta días muerto. Muy a su pesar, los inquisidores militares debían admitir que el patrimonio era legítimo. Se levantaba el embargo que había pesado sobre todos los bienes familiares. Los herederos podían disponer de ellos libremente. Al investigado Cámpora no le habían hecho falta ni tormentas, ni biblias, para defender su honra de los perros.
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