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¿Quién lee hoy a Fernández Moreno?

Por Jorge Isaías

El arco que me trazo a mí mismo como lector se extiende desde la biblioteca humilde de mi pueblo donde lo descubrí una tarde de otoño del año 60, hasta el día de hoy, en que me he transformado casi en un coleccionista de sus libros inhallables.

No siempre consigo una relación de tanta simpatía como me sucede con el espesor de esas letras que siempre terminan haciéndome cómplice, como si pudiera compartir con su autor una tranquilidad tan bucólica que debe haber gozado sólo en mi imaginación de lector, porque a Baldomero Fernández Moreno no le tocó vivir justamente en una época de demasiada bonanza que digamos.

Pero lo importante es que en la demencia de estos tiempos uno puede repasar ávidamente las letras de sus poemas ya fijados para siempre. Resulta extraño que un poeta tan popular en su época se haya ido quedando paulatinamente sin lectores. Un hombre --me temo-- relegado a las antologías al uso, a los manuales, a la repetición ejemplar de los textos escolares.

Es evidente que "el tiempo con sus mudanzas" cambia el gusto de los lectores, pero cuando un poeta es auténtico, algo como una borra va dejando en los otros. Algo que nos golpea despacito en la memoria. Una frase, una palabra, un clima. La eternidad anida en nosotros, tal vez. ¿Esa fatalidad para la cual estamos diseñados? No lo sé.

Pero pareciera ser que de alguna manera "la usura del tiempo" no operara en esas letras, que un hombre, hoy muerto, dejó escritas para siempre.

Es probable que muchos de sus versos --"más de mil nerviosamente escritos y editados"-- queden en nosotros. Las razones que él tuvo para publicarlos le competen sólo a su voluntad, si es que uno se arrima al prejuicio valeryano que exige la reescritura constante o a los consejos de Horacio que apela al sedimento que el prolongado tiempo imprime a la poesía, no deja de chocarnos esa actitud. Lo cierto es que él mismo atacó esa ansiedad y ese "apuro" por publicar sus libros, con la revisión de todo el material que había dado a la estampa durante su vida y al final dejó su Obra Ordenada de la cual Horacio Jorge Becco nos diera una muestra de adelanto en una selección para la editorial Huemul en 1969.

Pero a veces sucede que el lector se queda con los poemas "sin corregir" o de primera versión, como me sucede con "La vaca muerta", que recibió la crítica exasperada de un rematador de hacienda de Chascomús, ciudad donde él vivía y publicó por primera vez en un diario local dicho poema (sobre pelajes de animales hay otra anécdota famosa: la furia de Lugones sobre el "overo rosao" de Del Campo, en su Fausto) como si la poesía tuviera que ver con la exactitud cromático de tan nobles animales. Cosa muy rara ésta de la elección que hace la gente de algunos poemas.

El propio Fernández Moreno —a secas como él firmaba sus libros, sin sus nombres "con los apellidos de sus padres" al decir de Martínez Estrada— se quejaba de no ser más que el autor de un solo poema. En su discurso del Día del Escritor, apenas días antes de morir, al agradecer el Gran Premio de Honor de la SADE, afirmó: "Por otra parte, todo se pierde, se escabulle, se evapora y entre cientos y cientos de poemas, después de publicaciones, declamaciones, trasmisiones, diríase que no sobrenadaran más de dos o tres tornasolados, qué digo, uno sólo: los Setenta balcones y ninguna flor, ante cuyo anuncio se dibuja en mí una sonrisa ardua de interpretación. Setenta Balcones ni uno más ni uno menos".

De cualquier modo, este austero poeta cuando se le endilgó la jefatura del "sencillismo" apenas afirmó que él "respondía a la profunda y espontánea exhalación de su ser, no creyendo pertenecer a escuela o movimiento alguno", que trajinó sus huesos por los tranquilos bares de Buenos Aires durante décadas, convirtiéndose en un enamorado cronista de su ciudad, en exaltador de cuanto paisaje haya por admirar, no debiera merecer --creo entender-- esta merma de lectores, porque al menos a mí me sigue emocionando.

Baldomero Fernández Moreno, una vez decidió abandonar "tierras propicias de pisar" --al decir de Garcia Brarda-- a saber: su chapa de médico, su probable prosperidad económica y eligió el tembladeral de la poesía, canjeando la solidez de un prestigio seguro y aún la muy probable fortuna económica por esa incertidumbre que les espera a los que por vida eligen ofrendar su vida a la palabra.

Emilio Carilla nos aseguró que la obra de Fernández Moreno era una "autobiografía lírica". Para quien recorra la selva profusa de sus versos se encontrará con que el autor de Canillita muerto nunca ha sido tan bien definido.

Murió en su ciudad, Buenos Aires, el 7 de julio de 1959, allí había nacido un caluroso 15 de noviembre de 1886.