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LA HISTORIA DEL CHICO QUE CAPTURO A UNA COMPAÑERA Y SE ENFRENTO A LA POLICIA
Facundo, de abanderado a secuestrador

Fue campeón de ajedrez y abanderado: un genio según sus compañeros. Pero se fue alejando de ellos y pasaba cada vez más tiempo encerrado. Hasta que un día fue por Carolina.

Carolina y su madre después de la pesadilla en la universidad.
Fabián le había regalado la música de "Apocalypsis Now", con la que fantaseaba matar.

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Por Alejandra Dandan

t.gif (67 bytes) Facundo Pérez es su nombre, aunque odia llamarse así. Rechaza el apellido heredado por el hombre que lo abandonó cuando tenía cinco años. No tiene amigos. Tiene, en cambio, a su mamá Fedora, obsesionada por el cuidado de su hijo. Es el mejor. Así lo crió y así era Facundo en todo sitio. Sus ex compañeros lo llaman genio. Egresó como abanderado de La Porteña, la escuela pública de Hudson. Fue campeón de ajedrez local y del distrito. Pero por presión de su madre dejó un día la barra de amigos y se recluyó. Hasta hace dos días hundía maquinalmente su cuerpo en su cuarto. Algunos libros y la PC abrigaban el encierro. En esa pieza de Hudson tenía también su tevé y video, el mismo que reprodujo decenas de veces la imágenes de Apocalypsis Now. Ese mismo film cuya banda sonora banda sonora obsequiaría tiempo después a Carolina Ortega, sin saber que por esa mujer volvería a quedar encerrado, pero ahora tras las rejas.

--¿Tenés compactera? --inquirió Facundo.

--No --mintió Carolina.

--No importa. Te grabé la música de Apocalypsis Now. Tomala.

Un rato después Facundo tomaba el tren a Hudson. Era el jueves y, aturdida por la fantasmagórica presencia ahora en fuga del chico, Carolina metió el casete en un equipo de audio. Con el tema "The End" se inicia la secuencia apocalíptica del film. Espantada ella oyó el melódico lamento de The Doors que rebotaban en su cabeza. La oscuridad acústica le sonaba como el maldito final que Facundo le había confesado esperar: él pondría la misma música para montar un escenario de muerte, le había dicho. Con Apocalypsis Now de fondo mataría a Mabel y Lorena, la madre y la hermana de Carolina. Facundo esperaba que esa furia visual traumara a Carolina. Buscaba provocar en ella la ira necesaria para matarlo. En tanto, "The End" seguiría aletargada en el fondo.

La ficción psíquica de Facundo no fue montada en City Bell, ni eligió para la consumación de su obra las calles de tierra del barrio de Carolina. Su fantasía ganó espacio en la sede señorial de la Facultad de Ingeniería de La Plata. Y la trama tendría por fondo el mismo espacio donde conoció a la chica a la que desde hacía dos meses se obstinaba en seguir.

El buenazo

"Quién sabe fue demasiada la protección de la vieja." Pablo Luque cursó con Facundo primaria y secundaria. "Cuando éramos pibes --cuenta Pablo--, le decíamos Pipi, aunque era el más grandote de todos, después se quedó y no creció más." Tres años lo tuvo pegado en el mismo banco de La Porteña. El Pipi era el buenazo del grupo. Ese con el que era imposible que algo anduviese mal. "Dame tu trabajo que no lo hice", pedía Pablo y el bueno de Facundo lo entregaba. Se lo daba como alguna tarde le dio un casete de Atari. Sólo que con el jueguito la devolución fue forzada: "Le pedí prestado un juego a las tres de la tarde y a las cinco dio la vuelta manzana hasta casa, golpeó la puerta y me lo pidió". El préstamo había concluido, la madre del Pipi entendía que dos horas de caridad lúdica bastaban. Los brazos gordos de esa misma mujer alguna vez arremangaron las bocamangas del pantalón con el que Pipi iba a la escuela. Esa costumbre se prolongó en el tiempo y se volvió manía. Pablo todavía intenta construir en su cabeza el motivo de por qué esos jeans tenían la punta dada vuelta hacía arriba. "Y no era moda, siempre, siempre estaba así."

El pibe de pantalones doblados consiguió en La Porteña el nombre de abanderado. Era el mejor. Era el mejor también en ajedrez. La sociedad de fomento del barrio lo vio batir a cuanto rival se atrevía a desafiarlo. Fue campeón local y de Berazategui. Algunos dicen que de tan bueno participaba en torneos uruguayos. El Pipi era bueno en el fútbol porque, entre la escuela y los libros, también había un hueco para jugar en barrio. Pero sólo eso, un hueco. "Era así --insiste ahora otro de sus ex compañeros--, jugábamos dos horas en la canchita y nosotros por ahí nos quedábamos dando vueltas o se nos ocurría jugar a la escondida, pero él se iba a la casa". Dos horas y vuelta al encierro.

El mismo encierro al que más tarde condenaría a Carolina. Pero ya no estaría encerrado en el cuarto de Hudson donde decenas de veces chateó a través de Internet, o donde reconcentrado en su tevé vio pasar miles de imágenes de películas copiadas o alquiladas. A ese otro encierro --al del sótano académico-- no iría solo. Carolina debía seguirlo. Un par de esposas lo estrecharían a su presa. "Ató mi mano a la suya con las esposas y me arrastró por las escalaras hasta abajo", repite Carolina. En algún instante de esas tres horas en las que tuvo secuestrada a Carolina, el Pipi metió en manos de ella una edición roída de las rimas de Gustavo Bécquer. "Me hizo leer en voz alta una que hablaba de la muerte y la soledad." Ese párrafo que Carolina ya no explora dice además: "Cuando la muerte vidrie mis ojos.../¿quién los cerrará?/... ya sobre la olvidada fosa/¿quién vendrá a llorar?".

--¿Sos virgen vos? --susurró el Pipi a Carolina en el subsuelo.

--No.

--¿Sos católica?

--Sí.

--¡Gritá entonces que sos puta!

Y ella se llamó puta a los gritos. Y después de una nueva orden gritó que tendría hijos bastardos. Hijos distintos a los de Fedora: Esteban, que hoy tiene trece años, y Facundo, hijo del primer matrimonio de la mujer. A los cinco años el padre del Pipi abandonó la casa. Años después, en la escuela Facundo repetía que quería sacarse el apellido. "El padre era chorro, estaba metido con el tema de financieras y estafas", explica uno de los compañeros. "El decía que ese tipo no tenía nada que ver con él, que no era más su viejo", intenta explicar Pablo. Este sería uno de los motivos que obsesionaban a Fedora. "La vieja pensaba --vuelve a contar Pablo-- que el padre se lo podía llevar un día de la puerta de la escuela."

El encierro

Pero alguna vez, durante el secundario, el Pipi logró birlar ese obsesivo cuidado materno. Durante una semana logró pegarse a Los Marios, la barra de pibes del barrio. La iniciación callejera fue clandestina. Fedora no podía enterarse. "Hacíamos bardo en la casa de los vecinos, tirábamos petardos, rompíamos algún farol", cuenta Pablo. Pero la semana de andanzas de Facundo terminó cuando Fedora se enteró del asunto. "Lo cazó y lo mandó adentro. Nunca más volvió a juntarse con nosotros", termina el amigo. Con él y Daniel, otro ex compañero, el Pipi se fue de egresado a Córdoba. Estaban en séptimo y a la distancia una secuencia de aquel viaje se vuelve latente. "Un día desaparecieron las llaves --explica uno de sus viejos amigos--, no las encontrábamos por ningún lado." Facundo terminaba de darse un baño, mientras los chicos revolvían la pieza en busca de esas llaves. De pronto se enfureció. "¡Las llaves! --pidió y repitió hasta la obstinación-- las llaves... quiero las llaves!" Enseguida fue un solo grito.

El rugido agónico volvió a sacudirlo el martes. El mejor del barrio y el mejor de la escuela no podía continuar su estrellato en la facultad. A los 21 años Facundo volvía al primer año de cursada después de intentos frustrados en algunas materias. Nunca se pronunció enamorado de Carolina.

El jueves, después de amenazarla, le preguntó si no tenía miedo. Ella dijo no. El no entendió. "Me dio las dos armas que tenía encima, la cadena, los fósforos y el casete de Apocalypsis Now", vuelve a recordar Carolina. Facundo pidió perdón y se fue. El tren a Hudson que lo devolvía a los brazos voluptuosos de mamá Fedora y lo dejaba encerrado en su cuarto. Encerrado así, parecido a lo de ahora: detrás de las rejas.

 

Llorando en la celda

La comisaría nueve de La Plata fue el nuevo destino para Facundo Pérez. Después de un paso transitorio por la uno, por orden del juez Arnoldo Corazza, a cargo de la causa que ordenó el traslado al nuevo destino. El joven que secuestró durante tres horas a una compañera en la sede de la Facultad de Ingeniería de la capital bonaerense está en una celda solo y bajo estricta custodia policial. El motivo de la seguridad: prevenir autolesiones.

En su paso breve por la comisaría uno, Facundo exigía a sus custodios que lo maten. "Quiero morir, matame, dale, matame", pedía, según contó a este diario el subcomisario de la seccional, Eduardo García. Esa noche, la primera en prisión, no consiguió conciliar el sueño. Dio vueltas, dormía de a ratos, se sentaba en el catre y volvía a dormir. Además de la custodia, Facundo fue secundado por un equipo médico que también lo observó.

El propio comisario Juan Domingo Pereyra, a cargo del operativo de rescate de Carolina Ortega, indicó ayer que Facundo "no ha pronunciado palabra, está muy silencioso y con su cabeza gacha permanentemente". Según explicó Pereyra, cuando quedó en su celda Facundo lloró durante horas, pero desde entonces optó por el más completo silencio. "Quedó hermético", dijo Pereyra. El hecho ocurrido en jurisdicción federal es investigado por Corazza quien en las próximas horas deberá pronunciarse sobre si es o no competente para tomar la causa.


La barra de Facundo

--Ahora digan: "Facu libertad".

A coro, un grupo de vecinos de Hudson siguió el mandato del cameraman de algún canal de tevé. Frente al punto rojo de la cámara improvisaron cantos, levantaron carteles y algunos desesperaron para pedir la libertad de Facundo Pérez. Autoconvocados por la noticia que les mostró la tele, decidieron ganar cámara para barrer el mote de "francotirador" con el que algunos medios presentaban a su vecino.

La batalla debían ganarla en el aire, en ese mismo espacio donde Carolina Ortega, la contrincante de ocasión, guerreaba por difundir su propia verdad. "Yo no digo que no se haga algo, si le hubiese pasado a mi hija tal vez también diría que es un asesino, pero nosotros lo conocemos de toda la vida", decía Estela. Perteneciente al grupo de vecinas más pitucas, Estela rechazaba los juegos de montaje de la tevé y de acuerdo con la cara del cronista que tenía enfrente, pedía "que por favor repitan lo que decimos y no inventen".

En el otro extremo estaban las calles de barro que conducen a la casa de Carolina en City Bell. La casa humildísima quedó cercada también por el circo mediático. Todavía no habían pasado 24 horas de la liberación, y Carolina hablaba con la calma de cualquier locutor. Sentada en el living de casa conversaba con quien la requería e iniciaba una y otra vez el relato en el punto que le pedían. Si algún llamado interrumpía, solícita pedía permiso y marchaba a la cocina para ponerse al habla con algún canal.

 

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