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"No puede ser, es la tercera vez que desaparece de mi cartera la tarjeta del cajero", brama una compañera de oficina y a Roberto S., un sudor frío le corre por la espalda. Presiente ser el destinatario del reclamo. Intenta espantar su historia. Pero esa acusación indirecta lo vuelve a meter en el pasado: "Yo era de la vieja guardia, nunca me hubiese ensuciado por tan poco". Fugitivo desde los 14, se escapó de reformatorios, fue ladrón de bancos y pirata del asfalto. Terminó preso en la cárcel de Devoto. Se recibió de abogado en el centro universitario del penal y después de 17 años fue indultado. Enseguida firmó un contrato en el Ministerio de Justicia. Pero Roberto es una excepción. Es uno de los pocos que lograron insertarse en su campo profesional. Entre los 700 presos que pasaron por el programa UBA XXII en sus doce años de vigencia, hay 28 egresados con el título de abogados, dos psicólogos y un sociólogo. A la mayoría le cuesta conseguir trabajo en su especialidad y termina aceptando un puesto en la UBA, el ámbito que consideran menos hostil y más conocido. Sólo unos pocos ingresan en el mercado laboral por su cuenta. Lo hacen con trabajos temporales y para preservarse ocultan su historia. Ricardo B. cargó lo poco que tenía y se alejó. "No quiero verte más por acá, pibe", se acuerda del guardia cuando le cerró un portazo a su espalda. Después de seis años, salió de Devoto a siete materias de recibirse de psicólogo. Buscó, desesperado, un trabajo vinculado con su formación. "Sabía que iba a ser de terror. Nadie me iba a dar laburo si contaba de dónde venía, ni podía buscar por el diario porque no tenía referencias. Mi último domicilio era el del penal", recuerda un año y medio después de aquel traspié. Fue a ver al ombudsman porteño, al que conocía desde que presentó su trabajo de investigación sobre la tercera edad en las cárceles, pero la estructura de la Defensoría permitía sólo una tutoría ad honorem. Tampoco lo sedujo la oferta de la contadora de su tía para vender perfumes truchos en la calle. Terminó trabajando por 10 pesos por día como cobrador de un periódico mensual. Recorría la calle más de ocho horas y no le pagaban los viáticos. Al año se le acabó el entusiasmo. Reclamó un aumento y no se lo dieron. Deprimido, salió a intentarlo de nuevo. Una amiga quiso recomendarlo al dueño de una revista, pero le pidió que no contara su historia. No aceptó. Al tiempo, esa misma persona lo convocó para la revista de tercera edad que dirigía. Y volvió al periódico mensual a cobrar las suscripciones. Además, encontró un nuevo rebusque dando clases particulares a dos alumnos, a quienes ayuda en Biología, Historia y Geografía. Con todo, a fin de mes suma unos 500 pesos. Es el doble de lo que ganaba desde que buscó reinsertarse en el sistema. "Si hubiera fracasado, me habría suicidado. Cuando salís de la cárcel estás quebrado y con las resistencias muy débiles, y yo no quería volver a delinquir", afirma. Para Roberto, la libertad fue sorpresiva. Había pasado los últimos 17 años guardado también en los paredones de Devoto y un indulto del presidente Carlos Menem puso un final anticipado a su condena. A los pocos días fue a agradecer al ministro de Justicia con su título de abogado bajo el brazo y salió con un puesto para trabajar en la comisión de reforma penal. A los pocos meses consiguió una beca rentada en la Facultad de Derecho y empezó a trabajar en el estudio penal de su abogado haciendo trámites en Tribunales. "En ese tiempo juntaba como 3000 pesos por mes, que no sabía bien en qué usar y terminé gastándome toda la plata en viajes y en pavadas. Por eso no me compré un departamento y salí a alquilar". Desde el trabajo en el ministerio visitaba a los detenidos en las cárceles. Pero ahora lo angustia volver a ese lugar. Dice que es como un hospital: le tiene alergia. "Responden al mismo diseño, hace el mismo frío y hasta pabellones les dicen". La buena racha le duró dos años. En el '95, el tequila provocó un efecto cascada en sus bolsillos. Se le terminó la beca, su abogado dejó de pagarle el sueldo y por una movida política casi queda afuera del ministerio. Otra vez al borde del abismo. "Busqué independizarme --cuenta--, poner mi propio estudio penal, y terminé atendiendo unas cien causas de compañeros presos. Así pagué mi tributo. Trabajaba y no cobraba un mango". Hoy se las rebusca atendiendo casos de divorcios y sucesiones de amigos, parientes y algún cliente recomendado, y conserva su contrato de trabajo en el ministerio, donde trabaja en planes de prevención del delito. Vive con su novia en un departamento alquilado de Constitución y proyecta adoptar un bebé. Todavía se acuerda de la primera noche en libertad. "Me subí a un colectivo y me parecía estar dando tumbos por todos lados. Cuando bajé, me topé con los camiones de Manliba: parecían naves espaciales". "Hice conducta para salir a trabajar fuera de la cárcel", se ufana J. en el cocoliche de palabras que incorporó y ahora combina con un academicismo más hosco, menos atrevido. Todavía le faltan unos meses para conseguir la libertad condicional, pero ya se ganó un lugar entre los seis de la "casita de preegreso" que el sistema penitenciario levantó en el centro porteño. Es un especie de pensión con tres habitaciones dobles en donde un guía del Servicio Penitenciario otea de cerca. "Es como un paraíso, pero tenés que ser una persona a toda prueba. La presión es siempre mayor, a mí no se me puede caer ni una taza de café", asegura. El hombre de 38, melena morocha y aspecto aliñado, es otro abogado recibido en el Centro Universitario de Devoto. Dice que prefiere resguardar su nombre para protegerse de los colegas que en público alaban su esfuerzo y por atrás cuestionan la oportunidad que se le dio a un preso. También para no enojar a los del Servicio. "Ellos desconfían siempre, estoy dando examen permanentemente", repite una docena de veces. Durante el día enseña computación en el laboratorio de Multimedia de la Facultad de Filosofía y Letras y por las noches, puntualmente a las ocho, regresa a casa. De a ratos, también lo persigue su pasado: "Cuando estoy en la ventanilla del banco haciendo un depósito miro para todos lados, pido por favor que a ningún chorro se le ocurra afanar en ese lugar porque ahí estoy yo y seguro tengo la culpa, aunque no sea cierto". Para ellos la partida dura hasta la muerte. Adentro juegan de locales. Pero afuera, la calidad de visitantes parece extendérseles indefinidamente. Igual persisten. "El único juego que se pierde es el que se abandona", resumen a coro. Producción: Carolina Bilder.
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